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Defensa del catolicismo popular

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Parroquia del barrio del Fondo en Santa Coloma de Gramenet
A lo largo de más de 22 años con ministerio pastoral en Santa Coloma de Gramenet, cuya población es eminentemente “popular” donde las haya, he tenido que ir escuchando de manera intermitente criticas solapadas, cargadas de desdén, por no decir de desprecio, a la religiosidad popular. Especialmente porque me creen defensor acérrimo de ésta, y sostenedor empedernido de esas formas de religiosidad que muchos consideran de segunda división por no decir de segunda categoría.
Pero cuando estos ortodoxos hablan de religiosidad popular no se refieren a ese conglomerado formado por las hermandades de gloria o penitencia que organizan procesiones o actos de culto de manera intermitente o saltuaria, siendo característica dominante en todas ellas, que la mayoría de sus integrantes se encuentran alejados de la práctica religiosa habitual y constante. En efecto, en este campo de las hermandades y sus procesiones (Rocío y Semana Santa) las dificultades para su acompañamiento espiritual son ciertamente arduas. Los que miran con desconfianza a la “religiosidad popular” no piensan en esas prácticas religiosas, tan generosamente aceptadas incluso por el mundo más mundano (los que tiraron la primera piedra contra la Semana Santa andaluza, salieron escaldados). No se refieren por tanto a esa “religiosidad popular” tan bien homologada por el mundo, sino explícitamente a todas aquellas prácticas que la elitista  pastoral posconciliar consideró y considera prácticas culturales o sociológicas, sin valor de fondo.
Para este tipo de mentalidad, toda norma incómoda debe ser silenciada en la enseñanza de la fe. Y entre ellas, la principal en el plano de la práctica religiosa, es la obligación de asistir a misa el domingo bajo pena de pecado grave. Ha sido el clero mismo el que ha “desinstalado” las reglas que con tanto esmero la Iglesia se había esforzado en hacer respetar a lo largo de los siglos.
De golpe, y como signo de modernidad hija del Concilio, han cesado de trasmitir esta práctica fundamental los medios que la sostenían y que propiciaban la transmisión de generación en generación de este catalizador del ser católico: la obligación del deber dominical y todo lo que conllevaba. No sólo eso, sino que en el ámbito de la piedad personal y de las costumbres devocionales se ha actuado con la misma tábula rasa. Sin embargo la mayoría de veces esto se ha llevado a cabo por medio de una pastoral reservada a una élite comprometida, formada y consciente -dicen-. Estos movimientos han dejado de lado a la gran masa de católicos que mantenían la práctica religiosa a través del armazón de los sacramentos más accesibles (bautismo, confirmación, penitencia y eucaristía). Es evidente que esta pastoral elitista ha ignorado al “pueblo” cristiano, es decir a la gran masa de cristianos del montón.
Estos movimientos, con el argumento de volver la religión más exigente, han intentado despojarla de todo lo que fuese costumbre, rutina, tradición popular, hábito adquirido. Pasando por el bautismo hasta el matrimonio religioso, los fieles que optaban por estas fórmulas debían elevar su fe y estar a la altura de esos sacramentos. Ya no se debía ir a misa por costumbre, sino participar plenamente (sic). En ese frente de lucha, la primera piedra de toque fue la primera comunión de los hijos. Los reformadores y renovadores de la pastoral criticaron ese rito “formal, hipócrita, sociológico sin verdadero valor espiritual”. Transcribo literalmente de una publicación arciprestal. El resultado práctico fue que se creó en la Iglesia una corriente de opinión en virtud de la cual la práctica religiosa tal como la asumía la gran masa era deseable que se extinguiera, en favor de transformarla en esas otras fórmulas pietistas e intensas. Y como no podía ser de otro modo, estas nuevas fórmulas tan “auténticas” fueron estrictamente minoritarias; mientras la práctica mayoritaria fue languideciendo ante la mirada indiferente de los reformadores que pretendían salvar de una vez la práctica religiosa del pueblo fiel.
Misa a la Virgen de los Dolores en su capilla de la Basílica de Santa María de Mataró
Frente a la gran masa católica partidaria de la religión popular (distinguirla de la mal llamada religiosidad popular) para la cual los ritos, las oraciones, las procesiones y el acceso a los sacramentos constituía el ser católico, apareció un nuevo clero (hijos del Concilio se hicieron llamar) que defendía y defiende una religión depurada y mucho más exigente, ignorando al pueblo cristiano: al que había heredado la religión con sus prácticas, y gozaba de esa herencia sosegadamente (como borregos, dirían los reformadores).
¿Y cuál era el objetivo de esa toma de conciencia?: Comprometer a los cristianos en la transformación social y política del mundo. Si la práctica religiosa no servía de trampolín para ese compromiso auténticamente cristiano, perdía todo su valor. A sus ojos es mucho más loable un comprometido por la lucha sindical, que un católico de misa diaria, al que seguramente tratarán de “hipócrita y fariseo”. Tout court.
Muchos argumentan que la crisis era inevitable: prefieren no hurgar en las  causas del hundimiento, por si les pilla alguna responsabilidad. Se sienten más confortables creyendo que todo ha sido efecto de una fatalidad inexorable. Y sin embargo, en el fondo de todo ese desastre está la tentativa de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo, tal como denunciaba Juan Pablo II en la exhortación Ecclesia in Europa de 2003. 
“En la raíz de la pérdida de la esperanza está el intento de hacer prevalecer una antropología sin Dios y sin Cristo. Esta forma de pensar ha llevado a considerar al hombre como «el centro absoluto de la realidad, haciéndolo ocupar así falsamente el lugar de Dios y olvidando que no es el hombre el que hace a Dios, sino que es Dios quien hace al hombre. El olvido de Dios condujo al abandono del hombre», por lo que «no es extraño que en este contexto se haya abierto un amplísimo campo para el libre desarrollo del nihilismo, en la filosofía; del relativismo en la gnoseología y en la moral; y del pragmatismo y hasta del hedonismo cínico en la configuración de la existencia diaria». La cultura europea da la impresión de ser una apostasía silenciosa por parte del hombre autosuficiente que vive como si Dios no existiera.”
No hay duda de que la apostasía silenciosa denunciada por el Papa, se expresa de manera visible por la caída de la práctica religiosa. Como ejemplos reveladores, ahí están la irrisión y el sarcasmo con que los responsables de la pastoral han valorado la Vigilia de la Inmaculada en mi parroquia, que acaba con la tradicional procesión de antorchas por las calles del barrio. O el solapado desprecio ante el habitual numero de confirmaciones (entre 20 y 30 cada año). No por el número, sino por el hecho de ser mayoritariamente hijos de familias “latinas”. Como si mi parroquia estadísticamente no estuviera compuesta mayoritariamente por una población de origen iberoamericano. Y no digamos de la actitud  de estos responsables de la pastoral, ante la procesión de Corpus Christi, que descalifican tildándola de “religiosidad popular”. Para estos gurús de la pastoral todo, lo que no sea una misa seca con alba y estola en 45 minutos, recibe ese reprobable calificativo. Y yo mismo, por acoger y dar curso a esa “religiosidad popular” soy calificado como un cura “especial y peculiar”.
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P. Karl Rahner, S.I.
A mi entender todo podría resumirse con una imagen: la de la parábola del Buen Samaritano, que ha sido tomada como modelo y regla de la pastoral actual. Una simpatía sin límites hacia el hombre laico, por el hombre sin Dios. Por el “samaritano” no en razón de su amor y atención al prójimo sino en tanto que “outsider”, como persona al margen o fuera de las tendencias más comunes, o séase, agnóstico, laico por no decir ateo.  Obsesión por el “no creyente”. No para salvarle, para hacerle descubrir sus heridas mortales, para darle un remedio eficaz, para curarle y conducirle al seno de la Iglesia, para hacerle descubrir el plan de Dios sobre él. No, no con ese objetivo, sino para subrayar que compartimos con ellos las necesidades y aspiraciones humanas, y que la lucha por estas es ya suficiente para su realización personal y plena. De manera clara se renuncia a la trascendencia de las realidades supremas implantando un nuevo humanismo de cariz optimista. Ya no importa descubrirle al hombre su miseria y su grandeza, su innegable mal profundo arraigado en el pecado original, incurable por sí mismo, sin olvidar lo que hay de bien en él, siempre marcado por la belleza y su superioridad invencible. La nueva pastoral se detiene mucho más en el aspecto positivo del hombre, que en el negativo. Su actitud es neta y voluntariamente optimista ante un hombre que no necesita redención. En el fondo subyace en su mentalidad un humanismo laico y profano, como si necesitase pregonar al mundo que la Iglesia rinde también culto al hombre. Todos herederos de la antropología teológica de Karl Rahner con sus cristianos anónimos.
Y ante la imposibilidad de negar directamente las antiguas normas y preceptos, la actitud ha sido relegarlas al olvido para sacudírselas de encima. Y esa es una causa del hundimiento de la práctica religiosa. Todos se sienten autorizados a poner en duda toda norma en materia de creencias, de comportamiento y de práctica. Es como si hubiese llegado tardíamente el Aufklärung en la definición que Kant daba de las Luces, como libertad de pensar por sí mismo: sólo se practica lo que te gusta, lo que sientes, lo que experimentas. Como dicen los franceses “chacun à son choix”, es decir el moderno “self-made”. La religión hecha al gusto de cada cual. Esa exaltación de la dignidad humana, de la autonomía de la conciencia y de la libertad sacude a toda la Iglesia, a las diócesis, a sus seminarios y a la mayoría de todas las congregaciones, a la sociedad civil y a la familia.
Pero según mi parecer eso es poner el carro delante de los bueyes, presentar las cosas al revés. Quien se adhiere al error destruye su dignidad personal y no puede construir nada sobre ésta. Lo que funda la libertad no es la dignidad sino la verdad. “La Verdad os hará libres” dijo del Señor.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
Párroco de Santa Coloma de Gramenet

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