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Dramática crisis de natividad y de Navidad en España

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No, no nos enteramos porque nos fastidia un montón enterarnos. Oiga usted, que lo que celebramos por Navidad es la Natividad o la Natalidad o el Nacimiento, que es todo lo mismo. Sí, permítame que me explique.
 
El otro día, cuando le dije a uno “Feliz Navidad”, me respondió:
-“Feliz solsticio”.
-¿Feliz sol qué? -le pregunté-, ¿feliz sol qué?
-Es que yo soy ateo -me respondió él- y no celebro la Navidad, que para mí es un cuento. Yo celebro el solsticio de invierno.

-Lo que es un cuento -le repliqué- es el solsticio; porque el sol no se para ni en invierno, cuando empieza a acortar las noches y alargar los días, ni se para en verano, cuando empieza a alargar las noches y acortar los días. Para poner en marcha ese cambio, el sol no necesita pararse (stare; de ahí sol-sticio-statio): sigue su curso. Bueno, es un decir, porque esa expresión es propia del geocentrismo que liquidó Galileo con su célebre “Eppur si muove”. Es la Tierra la que se mueve, no el Sol, que sigue siendo el eje fijo en torno al cual se mueve la Tierra. Así que ya ves qué tremendamente arcaica y boba  es esa modernidad del solsticio.
Y claro, a continuación le expliqué el enorme sentido que tenía celebrar la Navidad o el Nacimiento. Me refiero al de cada uno. Porque cada uno de nosotros ha pasado por su propia Navidad. De la nuestra no nos entramos; pero celebramos con enorme gozo la Natividad o la Navidad de nuestros hijos, de nuestros sobrinos, de nuestros nietos. ¡Qué tierna es la Navidad! Éste es el acontecimiento de nuestra vida que celebramos en todas las civilizaciones. ¿Por qué será? Todo el mundo sabe la fecha de su nacimiento. Y cuando da toda la vuelta el año y aparece esa fecha, volvemos a celebrar por enésima vez nuestro nacimiento, al que llamamos cumpleaños. Nos encanta celebrar una fiesta para recordar la fecha más importante de nuestra vida: la de nuestro nacimiento. 

Y eso es así porque a todos nos seduce y nos encanta el nacimiento. Empezando por el nuestro, claro está, y continuando por cada uno de los nuestros. Todo nacimiento es la renovación del mayor espectáculo y de la mayor emoción que puede ofrecernos la vida: ver cómo empieza y cómo se desarrolla de forma visible la vida: pero no en abstracto, sino la nuestra, la vida humana; y dentro de ésta, la más próxima a nosotros.

Por eso, porque nos encanta celebrar el nacimiento en general, porque es lo más grande, por eso celebramos “el Nacimiento”, focalizado en uno concreto, en el acontecimiento histórico del nacimiento del Hijo de Dios, que para los cristianos es el Nacimiento por antonomasia, el más importante de los nacimientos. El nacimiento en que empieza la vida visible del Hijo de Dios y el giro copernicano, el giro de la Redención de nuestra vida. ¿Qué tiene pues de extraño que para celebrar el nacimiento en general, que tanto nos encanta, hayamos elegido ese Nacimiento concreto, que tan enorme significación tiene en la vida de los cristianos? ¿Y qué tiene de raro que se celebre en toda Europa y en los países que ésta creó, siendo como fue el cristianismo la leche cultural y espiritual que mamó Europa?

Y ciertamente, en la Navidad celebramos, en torno a la Gran Natividad, el milagro de todo nacimiento humano. Celebramos la vida, nuestra vida. Por eso es tan inquietante asistir a ese movimiento de opacamiento y desfiguración de la Navidad, que se justifica en una pretendida multiculturalidad. Pues no, la negación de la Navidad no tiene nada de cultural. Lo que sí tiene es ese trasfondo de negación de la alegría del Nacimiento como la gran fiesta de la vida, ese agrio gesto de darle la espalda a la vida.

Y luego nos enteramos de que es tan fuerte y ha crecido tanto nuestro repelús por los nacimientos, que hemos bajado a los niveles de natalidad de 1941. Con esas estadísticas ¿qué tiene de raro que nos siente mal la Navidad? ¿Para qué queremos la Navidad si no tenemos niños? Y luego la melancolía nos llevará a esta otra pregunta: ¿Cómo vamos a tener niños, si no tenemos Navidad?

Pero no, tampoco está tan mal, porque aunque rechacemos nuestra navidad, fomentamos la de otros países. Que nazcan en los países pobres que no saben hacer otra cosa, que para nosotros es un engorro eso de los nacimientos. Que nazcan en otros sitios y nos los traigan ya creciditos, que nosotros estamos tan sumamente ocupados en la producción, que no nos queda tiempo, ni ganas, ni alma para la reproducción.

Es tremendo. Parece que las palabras tengan vida propia y se venguen de nosotros. ¿No quieres Navidad? Pues no tendrás natividad, no tendrás nacimientos. ¿No te gusta tener el Nacimiento en tu casa? Pues no llegará el nacimiento a tu casa. ¡Qué cosas!

De todos modos, vale la pena recordar que la Naturaleza, ¡palabra santa!, deriva de natus, que significa “nacido”. En efecto, la Naturaleza es el inigualable espectáculo del Nacimiento Universal. Naturaleza viene de nacer. Por eso suena tan raro la veneración de la naturaleza en todo y en todos los seres vivos, pero excluyéndonos nosotros, como si nuestro mayor mérito fuera quedarnos fuera de la naturaleza, volver la espalda a todo lo que sea nacer. Porque lo que cultiva nuestra cultura (¡menudo cultivo!) es la muerte: en primer lugar, la diseñada para cerrarle el paso al nacimiento; y en segundo lugar, para acortar a voluntad una vida que hemos conseguido prolongar a toda costa. Y los suicidios, aumentando, han pasado a ser segunda causa de muerte.

Es bastante coherente que a una sociedad con estas características, le repugne celebrar la Navidad, la natividad, el nacimiento. Pero esa no es una situación como para felicitarse. Así que ofrezcamos toda la resistencia posible a ese empeño por oscurecer la Navidad y ahogar la natalidad, y proclamemos mientras nos queden energías,

¡FELIZ NAVIDAD! 
   
Cesáreo Marítimo

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