“El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor
y, mediante esto, salvar su ánima…” (San Ignacio de Loyola. Ejercicios Espirituales 23)
y, mediante esto, salvar su ánima…” (San Ignacio de Loyola. Ejercicios Espirituales 23)
¿Metafísica? Sí, claro, para la especie humana la metafísica es tan necesaria como la física, y es su cimiento. Sin ella, la física es tan sólida como una casa de ramas secas construida sobre la arena. ¿De qué nos sirve tanta física en la medicina, por poner un ejemplo al alcance de cualquiera, si ésta carece totalmente de metafísica? ¿Sabe acaso la medicina hacia dónde va? Avanza, claro que sí; ¿pero hacia dónde? Y no para de incrementar la velocidad de su derrota. ¿Pero no le estaría bien pararse a averiguar si tiene sentido, si tiene algún sentido el derrotero o más bien la falta de derrotero que guía sus grandes zancadas? Nada, una vía férrea que nadie sabe adónde lleva; pero eso sí, es la de mayor velocidad y la de tecnología más avanzada.
Los ojos están hechos para la luz. Éste es un principio teleológico sumamente obvio. Si lo formulamos invirtiendo los términos y afirmando que la luz está hecha para los ojos, queda totalmente en pie la relación entre la luz y los ojos; pero le hemos dado la vuelta al orden jerárquico. Que los ojos están hechos para percibir la luz, es una obviedad fuera de toda discusión; pero que la luz esté hecha para ser percibida por los ojos, parece más bien una afirmación desproporcionada, por más que el resultado práctico sea el mismo.
Si en vez de emplear como guía del sistema teleológico la luz y los ojos, empleamos la imagen de la semilla y la tierra, probablemente acortaremos la distancia jerárquica entre el ser y su télos, es decir su fin. ¿Es la semilla la que está hecha para la tierra, o es la tierra la que está hecha para la semilla? Como que hay una evidente interacción entre ambas, parece que la jerarquía es intercambiable; porque tanto más hecha está la tierra para la semilla, cuanto más ha contribuido ésta a hacerla. Es la tierra más enriquecida por la vegetación, la más apta para producir vegetación: es decir para acoger la semilla y favorecer su desarrollo.
Es que al final resulta que la teleología es un camino sólido que da enorme seguridad y firmeza a nuestros pasos. Porque si tan claro como tenemos que los ojos están hechos para la luz, tuviésemos que el hombre está hecho para la mujer, por seguir con otro de nuestros ítems de conducta más necesitados de metafísica (a estas alturas, hasta de física y fisiología), nuestra conducta sexual estaría encarrilada con una decencia y con una certidumbre inamovibles. Tan indiscutible como la del resto de animales. Pero resulta que el comportamiento e incluso el razonamiento dominante desde que el hombre es hombre y la mujer, mujer, es como si se hubiese invertido la teleología natural. Lo peor es que dicen que ese desaguisado, tan humano, se resuelve fingiendo que ignoramos nuestra naturaleza: la mismísima que compartimos con los demás animales.
Más aún, si entendiésemos que en el plano teleológico es tan lícito decir que la mujer está hecha para el hombre como decir que la luz está hecha para los ojos, aún podríamos darnos con un canto en los dientes. Porque si entendemos que a pesar de que en el diseño de la naturaleza, es el macho el que está supeditado a la hembra (incluso en los rebaños, en que aparentemente el predominio es el inverso), sin embargo es de tanta envergadura la interacción (e intercreación) hombre-mujer, que hasta pasándonos un par de pueblos podríamos decir que tanto monta, monta tanto. Pero sin que nos fuese lícito afirmar bajo ningún concepto, que la mujer está hecha para el hombre. Por eso, cuando toda la apariencia es ésa, es porque le hemos hecho un roto tremendo a la naturaleza. ¿A la del hombre? No, a la de la mujer.
Pero demos un paso atrás en nuestra teleología. Aún me resuenan las preguntas y sobre todo las respuestas del catecismo que en mi infancia nos hacían aprender de memoria. “¿Quién nos ha creado? Nos ha creado Dios. Y ahora, la pregunta importante con su respuesta tajante:¿Para qué nos ha creado Dios? Para amarle y servirle en esta vida, y gozarle en la otra”. Cualquiera que hiciese un repaso a su vida, la de sus padres, la de todo su entorno, podría tener algunas malas ideas sobre la finalidad de la vida de la gran mayoría de hombres y mujeres (en la infancia era más difícil definir esa finalidad). ¿Y qué hace el Catecismo? Darle totalmente la vuelta a la realidad y a sus apariencias, y con enorme aplomo nos dice: Dios nos ha creado para amarle y servirle en esta vida y para gozarle en la otra”.
Cuando uno ve la película completa de su vida o de la vida de sus padres, está tentado a pensar que la razón de su vida no la ha elegido cada uno. Uno ve que el Estado le saca partido a la vida de cada uno, explotando al máximo su capacidad tributaria; que el patrón le saca partido explotando al máximo su capacidad productiva; que el sistema financiero ha ido a apurar la rentabilidad de sus posibilidades crediticias. Y dentro de la familia aparecen otros dibujos más interesantes, a menudo aderezados por el amor; por lo que hasta habría quien estuviese dispuesto a proclamar que el fin de la vida de los padres podría ser algo tan noble como los hijos. Acercándose a lo que parece que es una de las motivaciones de la naturaleza.
Pero ahí está el Catecismo diciéndonos que el fin de nuestra vida es amar y servir a Dios. Luego nos explicará que amamos a Dios amando a nuestros semejantes, empezando por nuestra familia, y que servimos a Dios sirviéndoles a ellos. No está nada mal el enfoque. Poniendo a Dios en nuestras vidas y aceptándole como Creador y Señor nuestro, resulta que le imprimimos a nuestra vida una fuerza espectacular. Resulta nada menos que nuestra vida forma parte de los planes de Dios. La coronación de este plan, es el premio de gozar de la contemplación de Dios por toda la eternidad: quedar definitivamente a su diestra por los siglos de los siglos. No está nada mal para una vida que tiene toda la apariencia de haber sido diseñada para objetivos mucho menos nobles; y en su gran mayoría, objetivos ajenos a uno mismo. Es decir que el objetivo de nuestra vida (el télos de nuestra teleología) nos viene marcado desde fuera. Y rarísimamente es de otro modo.
¿Así que el fin al que están direccionadas las cosas y las personas es factor determinante de su valor intrínseco? Pues sí lo es, claro que sí. Vale más una vasija hecha para nobles menesteres, que una hecha para contener desechos. No sólo eso: la vasija cuyo destino es contener perfumes, tendrá en virtud de la propia naturaleza que le marca su finalidad, una hechura y una calidad de materiales que distarán enormemente de las hechuras y de la calidad de materiales que se emplean para la vasija destinada a la basura. Es decir que sin la menor duda, la finalidad marca el ser. Más aún: es la finalidad la que determina la naturaleza de las cosas. El ojo es como es, porque su finalidad es ver. Si su finalidad fuese oír u oler, su naturaleza sería otra. Creo que estamos en el terreno de las más elementales obviedades teleológicas.
Y puestos a jugar a teleólogos, más nos vale no ponernos demasiado tecno-pragmáticos, demasiado objetivos a la hora de escudriñar sobre la finalidad de nuestra vida (a qué la destinamos), porque nos llevaremos la sorpresa de que el gran foco que la orienta es el enorme empeño en cambiar trabajo por dinero. Y a poco que afinemos en el análisis de este objetivo, en seguida caeremos en la cuenta de que eso de trabajar para alguien o para algo que nada tiene que ver con la satisfacción de nuestras necesidades vitales, no es más que una sofisticación de la esclavitud. Sin que sea determinante establecer de quién o de qué somos esclavos. Lo sustantivo es que lo somos, es decir que dedicamos nuestra vida al trabajo muchísimo más allá de nuestras auténticas necesidades. Como corresponde a un esclavo.
La manutención, que era la forma genuina de estar seguro el amo de que era dueño del esclavo (tan cerca de tenerlo físicamente cogido de la mano, como dice la palabra), ha experimentado enormes transformaciones y camuflajes. La más moderna es el combinado de manutención por parte del gran amo (ha quedado finalmente en manos del Estado y lo llaman Estado del Bienestar) y automanutención. Se trata simplemente de sofisticaciones de la esclavitud.
He ahí cómo en cuestión de teleología vital hemos tenido la tremenda genialidad de montarnos de tal manera que el dinero (el verdadero icono de la esclavitud) lo es todo. Donde lo vemos más diáfano es en la esclavitud por deudas: todo un clásico. Si yo me endeudo con un banco por tantos cientos de miles de euros, los euros no tienen nada que ver con la verdad de mi vida. El auténtico negocio que he hecho con el banco es que he suscrito con el banco, un contrato de esclavitud de tantos años. Mi compromiso es por consiguiente trabajar para el banco tantos años (generalmente muchos, porque no son todas las horas laborables del año). Lo más normal es que me haya esclavizado media jornada diaria durante tantos o cuantos años. Lo que ha adquirido el banco, pues, es mi trabajo; es decir mi esclavitud: que es lo que quiere el banco, no mi dinero. El dinero es el instrumento para hacerme trabajar: la zanahoria. En tiempos fue el látigo.
Y cuando vuelvo a hacerme la pregunta respecto a la finalidad de mi vida, la formulo de este otro modo: ¿para qué me han traído mis padres a este mundo? O ¿para qué querían que mis padres me trajeran a este mundo los que les convencieron de que lo hicieran? Y es tremendamente difícil que la respuesta se aleje de “para pasarme la vida trabajando”, es decir para ser esclavo: sin importar de quién, pero esclavo. Aunque, ¡oh paradoja!, en el mejor de los casos sea esclavo de mí mismo. Si no sé hacer nada más que trabajar…
Partiendo de semejante disparate teleológico, ya se puede esperar cualquier cosa. Que la medicina reivindique su oficio de matar; que el hombre se comporte como si el destino de la mujer fuese satisfacerle a él; que se postule que la reproducción no tiene nada que ver con el sexo y que por eso tiene que resignarse a lo que le toque, la que tiene un sexo muy marcado por la función reproductiva; y que se sostenga que por eso es una solemne tontería empeñarse en que los que tienen la marca sexual (biológica) de hombres, son hombres y están predestinados a comportarse sexualmente como tales; y que las que están marcadas biológicamente como mujeres, son mujeres. Es decir que para nosotros, para los más desenvueltos de la especie, es irrelevante que los machos estén marcados biológicamente como machos, y las hembras como hembras. Y así una enorme ristra de tonterías. Es que a partir de la tontería de amar tan ardientemente la esclavitud, lo que toca es perder ya toda esperanza.
Observemos algo absolutamente sustancial: en todo este razonamiento es evidente que se postula el principio de que el destino del hombre puede ser fijado por quien sea desde fuera del hombre, contraviniendo incluso su naturaleza, para forzarlo a comportarse de un modo antinatural (no olvidemos que ya lo es la explotación: sea en su forma laboral, fiscal o financiera -y pasemos por alto ahora la explotación sexual). El destino (télos) del hombre queda fuera de la voluntad y del alcance de cada ser humano. En ningún caso lo marca la naturaleza, como ocurre con los demás animales, o como ocurre con nuestros órganos y su fisiología, marcados evidentemente por la naturaleza: los ojos, para ver; el corazón para bombear la sangre.
Al llegar aquí, me vuelvo al Catecismo de mi infancia: oiga, para que cualquier Soros de pacotilla decida cuál ha de ser mi destino, y cuál mi comportamiento para alcanzarlo, prefiero que sea el mismo que decidió cómo tenían que ser y funcionar mis ojos, y cómo mi corazón. ¿Eh que me comprende?
A la vista del tremendo caos teleológico en que nos han metido los que han conseguido que trabajemos para ellos (que seamos sus esclavos a tiempo parcial), oiga, yo añoro la certidumbre del Catecismo de mi infancia. Y envidio a los animales que lo tienen tan claro. Es que la naturaleza (una simple servidora de Dios según los creyentes) es mucho más sabia que todos esos que se han empeñado en hacer de aprendices de brujos con nosotros.
A mí me gusta infinitamente más que me haya creado Dios, el mismo que creó mis ojos; y que me haya destinado a amarle y servirle en esta vida para luego gozarle en la otra. Sí, lo veo claro. ¿Infantil? ¡Por supuesto! ¡Pero cuán confortable! Y además está la advertencia de que, si no nos hacemos como niños, no entraremos en el reino de los cielos (cf. Mateo 18,3); ni se nos ocurrirá empezar ya en esta vida esa peregrinación hacia el reino de los cielos, convirtiendo de paso este mundo en un anticipo del cielo.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro.
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