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Tiempo de conversión

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Arranca esta reflexión, de la vergüenza e incomodidad que sentí cuando no recuerdo quién, mencionaba una retahíla de colectivos e instituciones a los que debíamos mostrar nuestro agradecimiento por el servicio que rinden a todos los ciudadanos en esta crisis del coronavirus; servidores públicos que se han mantenido cada uno en su trinchera, a sabiendas de que inevitablemente quedarían en el camino un buen número de mártires. Empezó por el personal sanitario y llegó hasta los transportistas y los empleados de servicios públicos, desembocando al final en las cajeras de supermercados y añadiendo, creo recordar, la coletilla de “incluso” el ejército. Sentí un vacío, una gran decepción al ver que no aparecía “la Iglesia” entre las entidades hacia las que debíamos sentirnos agradecidos no sólo por el servicio, sino también por la humanización que aportaron en estas circunstancias en que una de las condiciones es alejarse del enfermo real o posible, por razón de seguridad: cosa que no pueden hacer de ningún modo la mayoría de acreedores de ese agradecimiento. Es evidente que sobre todo el personal sanitario ha contribuido extraordinariamente a desparramar su humanidad en esta tragedia. Muchos, muchísimos de ellos han caído. Incluso jovencísimos guardias civiles. Vaya para todos ellos nuestra conmovida oración.

¿Hubiese sido esperar demasiado de la Iglesia que no quedase a la zaga de los sanitarios si no tenía fuerza suficiente para estar a la par? Es cierta su incapacidad objetiva, puesto que en torno al 90% de sus efectivos son personal de riesgo, debido a su longevidad. Y sin embargo, un número muy digno de estos miembros de la Iglesia está dando hermoso testimonio de su fe en Jesucristo y de su humanidad. Pero es la Iglesia como institución la que no da la talla, la que no está a la altura de su misión. Es la alta jerarquía la que se ha hecho a un lado y ha funcionado como un negociado más del gobierno, comparable a una institución de tan dudosa utilidad social como los sindicatos “oficiales”, útiles tan sólo como interlocutores del gobierno. Sin ninguna legitimidad representativa, pero interlocutores, que es lo que le interesa al poder.

Estamos ante la agravada ausencia de testimonio neta e inconfundiblemente cristiano: es tremendamente difícil distinguir la imponente acción social de la Iglesia, de cualquier fundación análoga laica. De los Hermanos de san Juan de Dios y de su gran labor en favor de los más necesitados, como obra no sólo social sino también evangelizadora, ¿qué se hizo? Pues lo mismo que de las órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza: lo difícil es encontrar en ellas algún religioso y detectar en la institución un mínimo espíritu evangelizador. Hasta en las iglesias con una acción social más potente, es muy notable el parecido con cualquier ONG laica, es decir la ausencia total o casi total de los signos de identidad cristianos. La cruz ha desaparecido de Cáritas: con la crucecita les basta. Y hasta de las misiones ha desaparecido. Si la Iglesia encarga su promoción a los ateos, ¿qué podemos esperar? 

¿Qué nos falta pues? ¿Qué le falta a la Iglesia? Es evidente el decaimiento en picado de la acción testimonial de la Iglesia, que lleva ya tiempo empeñada en secularizarse, en confundirse con el paisaje; muchos años obsesionada por que no se la perciba como una institución distinta del mundo y enfrentada a él en cuestiones esenciales. Nos falta lo que en griego llamaban martyrion. No, no, nada cruento en principio. Se trata sólo de dar testimonio. Sólo cuando vienen mal dadas, el testimonio se convierte en lo que entendemos por martirio, como nos ocurrió en España hace casi un siglo.

Es estremecedor que en una crisis tan honda como la que nos ha traído el coronavirus, la Iglesia exhiba su incapacidad y su inoperancia. En un tiempo no menos propicio para la conversión que el de Jonás, la Iglesia se repliega en sí misma (en los pobres restos de sí misma) y guarda un silencio estremecedor. Es tiempo de conversión, de metanóesis, de cambio de mentalidad; y sin embargo, el gran mensaje del Evangelio, del más necesario que nunca amor al prójimo, está acallado. En el tremendo desbarajuste de un mundo cuyos delirios han entrado en crisis, ¿no sale la Iglesia a predicar la conversión como hiciera Jonás? De momento parece que le está imitando en su huida de Dios. No fue a la primera: Dios tuvo que insistir. Ojalá no se canse Dios de insistirle a su Iglesia de que es tiempo de conversión, de que Nínive la necesita. 

Aunque estemos ya al cabo de la cuaresma, bueno sería que aprovechásemos lo que nos queda para meditar seriamente sobre esta actitud vergonzante que nos empuja a ocultar nuestra bandera. Un futbolista se atreve a santiguarse en medio de un estadio abarrotado antes de empezar el partido, mientras es muy raro, realmente raro ver que se santigüen un cura o una monja (eso, si es posible identificarlos) cuando salen de casa. Se atreve el futbolista y temen atraer sobre sí miradas despectivas u hostiles el cura y la monja, y los que trabajan en Cáritas, el buque insignia oenegista de la Iglesia. 

Mal síntoma que ni la sociedad española ni sus representantes políticos, sientan necesidad de agradecerle nada a la Iglesia. Y eso que no faltan héroes en esta trinchera, no faltan mártires. Pero van de soldados desconocidos porque el mando ha ordenado arriar las banderas: por no ofender a aquellos a quienes estas banderas ofenden.

La cuaresma es el mejor momento de conversión. Sí, claro, he dicho conversión a pesar de que tradicionalmente se ha vivido en la Iglesia como tiempo de penitencia. Ahí están el ayuno y la abstinencia cuaresmal como su más destacado signo externo. En todo caso parece bastante obvio que hemos de entender la penitencia como ejercicio ascético que propicia la conversión. Conversión quiero, y no sacrificios, nos diría hoy Jesús al ver que la misericordia concretada en eleemosyne (de aquí, eleeson), en limosna, en caridad (solidaridad en moderno) se ha convertido hoy en un campo disputado por todos los que se empeñan en hacer el bien, cada uno a su manera. No, hoy ya no tiene mérito hacer limosna o caridad o solidaridad. La Iglesia fue imprescindible en este campo; pero hoy es ya totalmente prescindible, porque hay mucha competencia: nada menos que todo el sector “económico” oenegista, con la tremenda tribu de vividores que mantiene. Eso ya no tiene mérito; porque el hueco que deje la Iglesia, lo ocupará una administración o una ONG. De hecho, ya se la está empujando para que abandone la caridad reconvertida en solidaridad y saque sus manos de Cáritas.

El tremendo déficit del mundo es de doctrina de salvación, para oponer a las basuras de doctrinas con que nos están bombardeando: unas doctrinas que en todo caso nos ayudarán a enfangarnos aún más en la crisis. ¿Pero dónde está la Iglesia, depositaria de esas doctrinas de salvación? Hoy la Iglesia está en otras cosas, por eso sufre un tremendo déficit de testimonio, de visibilización de su misión evangelizadora, de martyrion que diría la primitiva iglesia griega. El mundo necesita que la Iglesia salga a la luz, que ilumine. Pero ¡ay!, doctores y jerarcas tiene la Iglesia, que han decidido que ahora no toca, que es tiempo de quitarse del medio. ¡Ellos sabrán!

Virtelius Temerarius

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