En Occidente, el primer Estado de Derecho, tras la caída del Imperio Romano, fue la Iglesia (y no precisamente los Estados Pontificios, que adolecían de la misma inseguridad jurídica que los demás Estados de aquella época). Gracias a Dios, una cosa fue la Iglesia, y otra muy distinta los Estados Pontificios, los del Óbolo de san Pedro.
Y sí, aparte de la asistencia del Espíritu Santo (¿qué hubiese sido de la Iglesia sin ella?), el factor más determinante de su permanencia y solidez a lo largo de tantos siglos y en medio de crisis tan profundas como ha tenido que afrontar, ha sido su sapientísimo y solidísimo corpus jurídico compilado en el Derecho Canónico. No olvidemos que los pueblos dependen en gran medida de sus legislaciones: una buena Constitución, con las leyes derivadas de ella, garantizan la duración del Estado gracias a la paz social y política que ofrece una legislación segura y duradera.
¿Y cuál fue el principal mérito del derecho eclesiástico para los miembros con estatus jurídico y con poder y deberes jurisdiccionales (sacerdotes, obispos, cardenales, el papa) dentro de la Iglesia? Pues lo principal fue la seguridad jurídica: la seguridad de que todos ellos estaban sometidos a un código legislativo, y no a la voluntad cambiante de quien tuviera el poder en cada momento. Este hecho dio una gran estabilidad a la Iglesia y le permitió permanecer en pie durante siglos. De ahí que sea tan preocupante hoy la continua y a veces acelerada laminación del Derecho Canónico, que finalmente genera inseguridad en los miembros jerarquizados de la Iglesia, al ver que prevalece la voluntad del mandatario de turno sobre los cánones y las constituciones.
Y del mismo modo que en cualquier Estado de Derecho está estrictamente regulada la forma de acceso al máximo nivel de poder (la jefatura del Estado), de igual modo en la Iglesia ha estado rigurosamente establecida por el Derecho Canónico la forma de elección del papa, de manera que las transgresiones de este derecho desembocaron en las mayores crisis de la Iglesia, que conocemos como cismas. Cierto que algunos de estos cismas se han producido por disensiones en la doctrina, y otros por disensiones respecto al poder. Pero tanto unos cismas como otros, han terminado en escisión (eso significa cisma) del poder de la Iglesia, es decir en negación de la obediencia al papa cuestionado.
En el caso de los cismas doctrinales, el desencadenante (al menos aparente) ha sido la doctrina; en los que se ha puesto en cuestión la potestas del papa, el campo de batalla ha sido el Derecho Canónico. Y ése es el terreno en que lidió nuestro paisano al papa Luna, que eligió el nombre de Benedicto XIII.
Y claro, al plantearnos su “rehabilitación” en el 600 aniversario de su muerte, en un tiempo en que hasta Lutero ha sido rehabilitado y honrado con una estatua en el Vaticano (para que nos hagamos una idea de lo que eso representa, recordemos que en España no hay ni una sola estatua en lugares públicos del proscrito jefe del Estado del régimen anterior: políticamente, un “cismático”), la fuente argumental no es otra que el Derecho Canónico. De todos modos, cuesta entender que un cismático y hereje convicto y confeso como Lutero, haya visto restaurada su fama como coherente reformador
No deja de sorprenderme que a pesar de sus imperfecciones y de los retrocesos que está sufriendo últimamente, el Estado de Derecho forme parte del medio en que vivimos cual pez en el agua. Sí, a veces el agua está sucia e incluso intoxicada; pero ése es nuestro medio, fuera del cual ya no podemos vivir. Y no fue fácil llegar a este punto. Tuvo que ser la Iglesia católica la que construyera el primer modelo de Estado de Derecho para su propia organización.
Fue precisamente en el asedio al que el papa Luna se vio sometido en Aviñón (1398-1403), tras la traición de sus cardenales y la presión del rey de Francia para obtener su abdicación inmediatamente después de haber sido elegido, cuando Benedicto XIII escribió el Tractatus domini nostri Pape super subschismate contra eum per cardinales facto(Tratado de nuestro señor el Papa sobre el sub-cisma perpetrado contra él por los cardenales). Allí evoca sus conocimientos canónicos para responder según derecho a sus detractores: a los cardenales que le votaron en el cónclave por unanimidad y al rey de Francia, que pretendía solucionar el conflicto por su cuenta y riesgo.
Al final del Tratado propone serias preguntas (15 en total), en riguroso formato académico: Utrum Papa… utrum cardinales (si el Papa, si los cardenales…) Algunas de ellas tienen la respuesta de inmediato en el mismo Tratado; mientras respecto a otras serán el tiempo y los acontecimientos los que responderán. Vale la pena destacar las de respuesta más obvia:
“Si el Papa está obligado a someterse con respecto a la unión de la Iglesia (in negocio unionis ecclesiae) a la determinación de un importante príncipe secularobtenida tras deliberación con otros príncipes seculares, permaneciendo todos ellos en la sustracción de obediencia.” La propia formulación de la pregunta no deja camino más que a una respuesta.
“Si la renuncia del papa sería conforme a derecho al ser conseguida a la fuerza o por miedo mientras está detenido (utrum renunciatio pape facta per vim vel metum, dum sic detinetur de iure valeat)”. Otra pregunta que se responde sola.
“Si los cardenales por sus acciones cometidas contra el Papa (utrum cadinales propter commissa contra Papam) incurren ya en penas canónicas”. Aquí la cuestión ya es jurídica: se trata de la aplicación de unos cánones o leyes, que raramente escapan a la interpretación y la discusión.
“Si los cardenales rebeldes no reconciliados, en caso de muerte o renuncia del Papa, podían elegirle sucesor (utrum cardinales… ocurrente morte vel cessione ipsius Pape, valeant successorem vel eligere). Entonces -añade- es mejor llorar que detenerse un momento a pensar en un desastre semejante.” Evidentemente, si por su desobediencia al Papa están incursos en inhabilitación, ¡a ver qué valor tiene su elección de un nuevo papa! Y otro tanto cabe decir de los subsiguientes.
Así pues, ni la presión de un príncipe secular, ni una renuncia conseguida a la fuerza y por miedo, ni muchos menos los deseos de unos cardenales excomulgados por su traición, arrancarán la abdicación del papa legítimo. Los argumentos con los que el papa Luna juzga la defección de muchos de los cardenales que le eligieron, se fundamentan en la tradición multisecular de la Iglesia, conservada celosamente a través de los cánones que regulan su correcto funcionamiento. Esa fidelidad a las leyes de la Iglesia le obligó a permanecer firme en su pontificado sin ceder a presiones espurias.
Ahora, el deseo de los aragoneses de rehabilitar la memoria mancillada del papa Luna, les ha llevado a proponer directamente al cardenal Ladaria, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, la publicación de un Motu Proprio pontificio a través del cual podría levantarse la excomunión que todavía pesa sobre Benedicto XIII, declarado antipapa sólo a partir del siglo XVIII. Fue entonces cuando Pietro Francesco Orsini, elegido Sumo Pontífice en 1724, tomó también el nombre de Benedicto. Durante unas semanas utilizó el ordinal “XIV», que posteriormente modificó tras ser advertido de que Pedro de Luna–que reinó con el nombre Benedicto XIII entre 1394 y 1403– había sido excomulgado durante el Concilio de Constanza (1413).
Lo que tal vez no sepan muchos es que rehabilitar a D. Pedro de Luna, es decir, levantarle la excomunión, sería el reconocimiento implícito de su legitimidad y, en consecuencia, declarar implícitamente ilegítimos a los papas romanos, empezando por el perturbado Urbano VI y a sus sucesores: Bonifacio IX, Inocencio VII y Gregorio XII. Así pues, la legitimidad de la sede apostólica vendría del papa Luna, no del concilio de Constanza que lo excomulgó, sino de su sucesor Clemente VIII, elegido papa en Peñíscola a su muerte, y que abdicó unos años más tarde, eligiendo seguidamente, en rápido conclave, al papa romano Martin V. Por ello, la rehabilitación del papa Luna es materialmente imposible, porque sería darle la razón. Y la razón la tiene siempre Roma.
Si, a día de hoy, el Derecho Canónico ha quedado reducido a papel mojado a base de dispensas, decretos y facultades especiales… El Derecho no es ya defensa del débil contra el desafuero del poderoso, sino instrumento de dominio al servicio del que detenta el poder en cada momento. Aunque sobre el papel, el Santo Padre tiene la potestad plena, inmediata y universal sobre la Iglesia, bastantes eclesiólogos de renombre afirman que, desde el Vaticano II, la Iglesia Católica se ha ido convirtiendo de facto en episcopaliana, con unos tintes cada vez más marcados de absolutismo, es decir de arbitrariedad del poder. La misma arbitrariedad anticanónica con la que el concilio de Constanza quiso resolver el cisma deponiendo a Juan XIII (Pisa), haciendo abdicar a Gregorio XII (Roma) y excomulgando a Benedicto XIII, nuestro papa Luna.
Pero no desesperemos… Todo ello no es óbice para que la Iglesia Santa y Católica -la única verdadera- sobreviva a todos sus enemigos exteriores e interiores y, por la fuerza del Espíritu Santo -no por la santidad de sus clérigos y jerarcas-, perviva a lo largo de la historia como signo eficaz de la presencia redentora de Aquel que, en la Cruz, derramó su sangre por ella. Así purificó a su inmaculada Esposa de la hediondez de los pecados de sus hijos -pasados, presentes y futuros- hasta el fin de los tiempos. Las prevaricaciones de tantos vicarios de Cristo en el pasado, felizmente superadas, nos ponen a salvo del pesimismo que invade a tantos, ante las transgresiones y desvaríos del presente.
Custodio Ballester Bielsa, Pbro.
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