O la agudísima y fidelísima inteligencia de Benedicto XVI, o el Espíritu Santo velando por la Iglesia, o ambas razones a la vez, se volcaron en salvar la lex orandi tradicional, precisamente para construir el más fuerte baluarte contra las violentas pretensiones de liquidar un caudal esencial de la lex credendi que nos han legado la palabra de Dios, la tradición y el magisterio. Y en cuanto a la forma de salvar esa lex orandi, la genialidad de que baste que un grupo de laicos le pidan a un sacerdote (el párroco si se trata de una parroquia) que celebre para ellos (para esos fieles concretos) la misa según el antiguo rito romano, sin imponérsela a los demás fieles; esa genialidad, digo, de tan alto valor pastoral, ha convertido a la misa tradicional en baluarte inexpugnable contra cualquier arbitrariedad, proceda de donde proceda, aunque sea del mismo papa. Una genialidad contra la que no tienen nada que hacer ni el motu proprio (¡iniciativa propia!) del papa iniciado con las palabras Traditionis custodes que, ¡mira por dónde!, pueden acabar siendo proféticas a pesar de quien las escribió, ni el rescripto que intenta puntualizarlo mediante bozales y dogales impuestos a obispos y sacerdotes para acabar matando por asfixia esa realidad tan sumamente incómoda para la construcción de la nueva Iglesia. ¡Ya ves!, los fieles, intocables. Eso sí que es luchar eficazmente contra el clericalismo.
Y cuanto más tiempo pasa, más claro está que
esa sorda batalla del papa contra la Misa Tradicional, no la ha emprendido motu proprio, es decir por propia
iniciativa, sino que le viene impuesta por las fuerzas que condicionaron su
pontificado desde el precónclave (esa nueva fuerza de la que nos habló el
papa); y que su margen de maniobra es tan escaso como el que está manifestando
en la gestión del Camino Sinodal (probablemente conectado también con el
precónclave).
Al contemplar ese extraño espectáculo de
tantas fuerzas contra el humildísimo pueblo fiel al que finalmente encomendó
Benedicto XVI la custodia de ese gran tesoro de la liturgia tradicional de la
Iglesia (es la hora de los laicos, ¿no?), se me viene a la mente la alegoría de
la burra de Balaam. Al final es el pobre jumento el que pone las cosas en su
sitio.
Son en efecto los fieles, los que harán
frente a los disparates sinodales de la sinodalidad. Y su imponente baluarte
para hacer frente a ese intento de los sínodos de darle la vuelta a la lex credendi, es la lex orandi que con tanto celo defienden. Y es tal la cosa (no sé si
es la asistencia del Espíritu Santo en este bando, o los tropiezos continuados
en el otro), que no para de crecer ese movimiento en favor de la tradicional lex orandi: cuanto más se la persigue,
más se afianza y más se expande. Probablemente es por el espanto que provoca en
tantos fieles, la brutal transformación de la lex credendi que pretenden los sínodos: de tal modo que parece
razonable inferir que son esos sínodos, sumados a la desaforada persecución del
vetus ordo, los factores responsables
de tamaño crecimiento del amor de los fieles por la liturgia tradicional de la
Iglesia.
Fue el inteligentísimo Benedicto XVI quien
intuyó, o el Espíritu Santo quien le inspiró, que es radicalmente incompatible
el vetus ordo y la nova lex de la pretendida novíssima Ecclesia. Y entendió que
bastaba defender la oración y el santo sacrificio de la Misa según los elaboró
la Iglesia a lo largo de tantos siglos, para ponerle un freno de la más alta
eficiencia a la deriva doctrinal en que se ha embarcado una parte muy
considerable de la jerarquía. Es un hecho incontrovertible que quien se
mantiene fiel en la forma tradicional de orar de la Iglesia, está a salvo de
las ultramodernidades doctrinales que promueven los sínodos haciéndose eco de la
actual furia reformista. Furia reformista que viene de lejos y que consiguió
frenarla y en cierto modo encauzarla, al menos parcialmente, el Concilio
Vaticano II. Pues he aquí que esa irrefrenable pasión por las reformas, ha
levantado la cabeza con enorme energía y ha continuado presionando hoy a la
Iglesia: esta vez a través de los sínodos.
Claro que cuesta entender la obsesión del
papa por erradicar la lex orandi tradicional,
la de la llamada “misa tradicional”, porque en paralelo tiene (o sólo lidera)
la obsesión por imponer una lex credendi
radicalmente opuesta a la tradición. Y como los fieles que se abrazan a la lex orandi tradicional, están abrazados
obviamente a la lex credendi
tradicional, no va a haber manera de arrastrarlos hacia la novísima lex credendi que trae a rastras el papa
con los dos sínodos que acuna: el de los pontífices germánicos, herético y
cismático, y el del pontífice romano, que evitaría quizá el cisma a costa de
mantener la unidad en la herejía.
Y es evidente de toda evidencia que no pueden
coexistir de ningún modo el vetus ordoorandi con el novíssimus ordo credendi por el que tan denodadamente luchan
tantísimos obispos y cardenales. A los del “precónclave” (que como confiesa el papa
le marcaron el camino), se han ido añadiendo los de “ubi rex, ibi lex”: los adictos a ese precepto absolutista,
convencidos de que donde está el rey, ahí está la ley. Un precepto que tiene su
culminación en el todavía más absolutista precepto que reza: “ubi dux, ibi lux” (los dos en
Bressanone). El dux (duce en italiano), es
aquel a cuya sombra se desarrolla toda luxuria,
tanto en el sentido original latino, como en el que le dieron los ingleses.
Entendamos, pues, que no es un capricho del
papa la persecución acérrima de la misa tradicional. No es un capricho, sino
una necesidad absoluta de coherencia que con toda probabilidad le impusieron
sus votantes como un onus más de la
tiara. Sería absurdo que no persiguiese el vetus
ordo, puesto que es radicalmente incompatible con el novus ordo; y más incompatible aún con el novíssimus ordo (tan emparentado con el Nuevo Orden Mundial) que
traen a rastras los sínodos: tan semejantes, que parecen diseñados por un mismo
autor. Quiero decir que el papa que ha puesto en marcha el Sínodo de la
Sinodalidad, no puede hacer otra cosa que machacar a la segurísima disidencia
de esas novedades tan ajenas a la sagrada escritura, a la tradición, al
magisterio de la Iglesia y al sensus
fídei de un gran número de fieles. Si el papa quiere salvar el novíssimus ordo que quiere implantar con
sus sínodos, no le queda más remedio que hacer todo lo posible y lo imposible (per fas et nefas) para desmantelar y
arrasar todo lo que pueda representar una resistencia a esas maniobras. Y por
tanto no le queda otra que demoler la liturgia tradicional sin dejar de ella
piedra sobre piedra. Porque sabe con toda certeza que es por ese lado por donde
les va a venir una resistencia numantina a ambos sínodos.
Es que se enfrenta nada menos que a la
todopoderosa lex orandi. Se enfrenta
al grupo de fieles más aferrados a la oración (de la que no se ocupa para nada
la lex credendi de los sínodos: ni el
uno ni el otro), muchos de los cuales además de estar abrazados al misal (el de
toda la vida), están abrazados también al breviario: el libro de rezos de la
Iglesia para alimentar el alma durante todo el día. Por cierto, cuando en las
entrevistas habla el papa de sus oraciones, no nombra para nada el breviario.
Es que también él pertenece a la “moderna”, aunque ya muy caduca generación de sacerdotes
que han abandonado esta riquísima práctica religiosa.
¡Cuán cierto es que los caminos del Señor son
inescrutables! Incluidos los caminos sinodales. Resulta que el papa está
jugando a dos barajas a la vez: la del sínodo alemán cismático, y la del sínodo
vaticano unionista, un pseudo Concilio Vaticano III. Pero no es él el diseñador
de este juego. Él viene condicionado por la imponente movida del “precónclave”,
resaca del Vaticano II que dejó insatisfechos y decepcionados a los más
lanzados que, para resarcirse, inventaron y pusieron en marcha con enorme
eficacia el “espíritu del Concilio”. Un espíritu que empezó su andadura
entrando a saco en la lex orandi, la
del Novus Ordo (¿por qué será que
suena y resuena a Ordine Nuovo?)
trocada en lastimoso campo de Agramante.
Y siendo la que fue la lex orandi surgida no del Concilio, sino del tempestuoso Espíritu
del Concilio, era cuestión de tiempo que se removiesen los cimientos de la lex credendi hasta llegar a las
heréticas audacias de ambos sínodos. Viene de lejos, de muy lejos esa especie
de “pre-golpe de Estado” cuya explosión quedó controlada con temporizador. El
papa no es el diseñador de los sínodos. ¡Ni de lejos! Y ni siquiera de la
persecución feroz del vetus ordo,
aunque tanto haga por parecerlo. Para tan sofisticadas estrategias no basta una
persona: se necesita un poderoso estado mayor (y no precisamente en el Vaticano).
En fin, que andan por ahí muchos cabos sueltos que no los tienen atados, ni
muchísimo menos.
No es la primera vez que la Iglesia atraviesa
vicisitudes de este género. El arrianismo, tocando el dogma, fue mucho más profundo
y tormentoso. Y ahí estuvo el Espíritu Santo obrando el milagro. Cierto que
esta vez se pretende tocar la moral no desde la debilidad humana, sino desde la
herejía, adulterando el dogma para satisfacer los apetitos de la carne y la
soberbia del corazón. Pero como ha ocurrido en toda la historia de la Iglesia,
Dios proveerá, et portae ínferi non
praevalebunt adversus eam.
Virtelius Temerarius