El auténtico milagro de Occidente, es decir de la singular cultura cristiana, es que del mismo modo que nuestros más antiguos ancestros grabaron en el cielo los valores de la humanidad con su representación mítica, componiendo el grande e inmutable libro de las constelaciones, de igual modo el cristianismo trasvasó a su riquísima teología, los sublimes valores con que fue revistiéndose el hombre. Así es: en nuestra civilización, el hombre se construyó junto a Dios, en su legítima aspiración de parecerse cada vez más al buen Dios.
Pero precisamente un importante diferencial de la cultura
cristiano-occidental, es que habiendo sido hecho el hombre varón y mujer, tal
como dice el Génesis, el cristianismo desarrolló el código de valor de la mujer
en paralelo al del varón, como no lo ha hecho ninguna otra religión ni
civilización. Afrontó una larga lucha por la dignificación de la mujer,
iniciándola en la superación del tabú de su impureza, heredado del judaísmo,
que la define en sus libros sagrados, compartidos por el cristianismo y en
parte por el islamismo. La civilización cristiana trabajó tenazmente por ir
superando esta condición de la mujer fuertemente asentada en la sociedad, igual
que se empeñó en superar la esclavitud. Lo hizo a largo plazo, puesto que eso
no se podía conseguir con métodos revolucionarios.
Y tal como Cristo era el modelo masculino (recordemos La
Imitación de Cristo”, el Kempis), la Virgen Santísima se constituyó en
el modelo femenino. En ella tenían que resplandecer las virtudes con que
ansió verse adornada la mujer, entre cuyas “carencias” más onerosas estaba la
falta de pureza. Por eso, a la hora de ponderar las virtudes de la Madre de
Dios (dogma, éste de la Maternidad divina de María, proclamado en el
concilio de Éfeso del 431), la sociedad cristiana sintió la acuciante necesidad
de proclamar su indiscutible pureza. Por eso, entre sus atributos, después del
de “Madre de Dios”, aparece de inmediato el de “Nuestra Señora”,
imagen de “Nuestro Señor” en femenino; y el siguiente atributo fue el de la
pureza, dándosele la denominación de “La Purísima”. Es que esa
proclamación se sintió como irrenunciable.
Y se fue cociendo durante siglos (tantos como cinco) la
idea de la necesidad de darle a la pureza de María, categoría de dogma: de cosa
no discutible. Pureza tan absoluta, que tenía que venir desde su concepción.
De ahí que cuando finalmente Pío IX proclamó el dogma el 8 de diciembre de 1854,
puso el acento en que esa pureza de María se dio desde el primer instante de
su Concepción. Ha aquí la declaración dogmática:
“La doctrina que
enseña que la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda mancha
de pecado original en el primer instante de su Concepción por singular gracia y
privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo,
Salvador del género humano, es revelada por Dios, y por lo mismo debe creerse
firme y constantemente por todos los fieles”.
De ahí que finalmente a la fiesta en que se celebra la
proclamación de este dogma, se la llamase Solemnidad de La Inmaculada
Concepciónde María Santísima, aludiendo precisamente al núcleo de
esa proclamación. Y simplificando, “La Inmaculada”, destacando precisamente la
pureza de María: Tota pulchra es
Maria, et mácula originalis non est in te: Toda hermosa eres, María y
mancha original (de pecado original) no hay en ti.
Dios necesitó una madre para
encarnarse, para acercarse al hombre. Ecce
ancilla Dómini… Et verbum caro factum est (Lucas 1,26). Pero también el
hombre necesitó una Madre para acercarse a Dios. La humanidad necesitaba
una Madre. La revelación divina nos plasmó la Madre que necesitábamos. Y
esmerándose en su embellecimiento, la teología encontró que había olvidado una
realidad esencial, algo que echó en falta durante 5 siglos: su liberación total
del pecado.
Nuestra patria destacó en la defensa de la Concepción de
María Siempre Virgen sin mácula de pecado original. Desde el milagro de la batalla
de Empel en 1585, nuestros Tercios la adoptaron como patrona. A ella le
atribuyeron su gloriosa victoria cuando el hallazgo fortuito de una tabla
policromada con su imagen levantó la moral de unas tropas desanimadas por el
cerco del ejército calvinista. Contemplaron entonces como un helado viento del
norte congelaba sorpresivamente las aguas del río Mosa, aprisionando las naves
enemigas, lo cual permitió a la infantería española alcanzar una gloriosa
victoria.
Nuestros reyes -católicos entonces- también defendieron la
definición inmaculista, fidelidad que fue reconocida por el Papa, con la
elección de la romana plaza de España como lugar donde erigir su monumento. El
8 de diciembre de 1955, una Europa todavía cristiana aprobó su bandera
inspirada en la Inmaculada.
Y como gran distintivo frente a las demás culturas de su
entorno, fijó su atención especialmente en la exaltación de la mujer.
Una exaltación creciente que, a la hora de elevarla a teología, el cristianismo
focalizó en la Santísima Virgen la Madre de Dios y en especial en su condición
de Inmaculada. Porque la Virgen Inmaculada es obra de Dios. Solo Él
puede ejecutarla, ya que sólo Él puede perdonar y librar del pecado. Es obra
suya porque lleva impreso el sello de su admirable belleza.
Y es que el misterio de la Inmaculada es bello
porque representa la victoria del Bien sobre el mal; porque todo lo que es
bello representa el misterio de la santidad. Ésta tiene dos aspectos: Por un
lado, separa del pecado, que es el mal supremo y, por otro, nos acerca a Dios,
el Sumo Bien. En el orden sobrenatural en el que vivimos desde el bautismo,
ambos efectos son conseguidos por la gracia santificante que borra el pecado,
nos sobrenaturaliza y asemeja a Dios.
Cristo Nuestro Señor es el Santo de los santos, el
substancialmente Santo, en Él no hay ni puede haber pecado. Por ello, en el
misterio de la Inmaculada se da en una criatura la mayor santidad que puede
darse: tan alejada del pecado que es preservada del Pecado Original y tan
unida a Dios que será su Madre. Así pues, desde el momento de su concepción
inmaculada fue la llena de Gracia. Por tanto, la llena de santidad, la llena de
hermosura divina, que hace palidecer todo lo creado.
Se trata pues de un misterio de admiración, pero… ¿lo será
también de imitación? Ciertamente no podemos aspirar a que nuestra vida pasada
sea inmaculada. ¡Nos hemos tenido que limpiar tantas veces del lodo de nuestra
alma! Sin embargo, sí que podemos aspirar a la limpieza futura, a ese
alejamiento del pecado que se llama pureza y a la unión con Dios que
proporciona la santidad.
Ahora bien, para ambas cosas es necesaria la Gracia, y
María Inmaculada, la llena de Gracia, ha recibido el privilegio de repartirla. En
este día festivo podemos pedirle confiados que nos la conceda.
Y recordemos que, sin este glorioso empeño de la teología
católica por ensalzar a la Virgen Inmaculada, por ahondar en sus virtudes, la
mujer occidental jamás hubiese alcanzado los niveles de respeto y dignidad que
precisamente aquí, en Occidente, se le han reconocido. Y que cuando se han
producido los peores retrocesos, ha sido cuando nos hemos apartado del
inigualable modelo de la Inmaculada.
Custodio Ballester Bielsa. Pbro.