Tal como se va acercando el día del juicio, en septiembre, se va removiendo el tema de la acusación de delito de odio contra un par de sacerdotes por predicar contra las formas violentas del Islam y contra la internacional sionista. Bastó en el primer caso la denuncia de una asociación en defensa de los musulmanes, subvencionada con dinero público, claro está, para que la fiscalía (el órgano de defensa de los derechos de los ciudadanos), se personara en la causa, sosteniendo esa absurda acusación de “delito de odio”. El caso es que ése es el modo en que el Estado español defiende la libertad y los derechos de los ciudadanos. En cuanto a religión, al menos en apariencia, tienen absoluta preferencia los derechos de cualquier ciudadano que profese cualquier religión que no sea la católica. La fiscalía se erige de oficio en defensora del derecho a la libertad religiosa de los musulmanes (a los que se supone en condición de debilidad) en los litigios que emprenden contra los católicos. Aunque la cosa tenga que ver con la piel finísima de los musulmanes en cuestiones de religión. No se ha borrado aún la memoria de Charlie Hebdo: una docena de trabajadores de esa revista, murieron víctimas del islamismo radical, para vengar las ofensas que ésta había hecho a la fe islámica y sobre todo a Mahoma.
Pero a la fiscalía, que se hace cargo de la sensibilidad religiosa de los musulmanes, no se le ocurre personarse de oficio cuando las ofensas son a la religión católica. Pero no en cuestiones menores, sino en ofensas de grueso calibre: las más recientes, los carteles que se han publicado la pasada Semana Santa, a cuál más ofensivo. Contra los católicos todo está permitido. Aparte de que tienen una piel tan coriácea que nada les ofende. Hoy tenemos una exposición blasfema en Gran Canaria, después de muchas otras. Y siempre se encuentran detrás de estas ofensas a nuestra religión, las autoridades. No ocurre lo mismo cuando se trata de la religión musulmana; en cualquier caso, tanto da que sea mayoritaria o minoritaria. Una más.
No importa si hay condena o no; lo que importa es la persecución. Por parte del Estado, que cuenta con la fiscalía para que actúe de oficio, aunque no exista o aunque desista la acusación particular. El problema no es qué tal les va al padre Custodio y al padre Jesús Calvo: el primero, acusado de odio al islam; y el segundo, de ser crítico con el sionismo internacional. Es absolutamente irrelevante lo que les pase a un par de curas. Al fin y al cabo, eso va en el oficio.
El problema serio es cómo le va a la Iglesia (y, de rebote, a toda la sociedad), que es silenciada hasta extremos vergonzosos. Vergüenza para el silenciador, y vergüenza para el silenciado. Hemos caído de bruces en un sistema de censura nunca antes conocido. Se creyó que la aparición de las redes sociales iba a ser el non plus ultra de la libertad de expresión, con todos los riesgos que ello conlleva. Pues resulta que el mayor invento de desinhibición a la hora de decir y propalar cada uno lo que le dé la gana, viene a resultar que justo ese invento es la mayor maquinaria de censura que jamás se haya conocido. Los dueños de esos medios se han alzado como dueños de la verdad, de lo decente, de lo correcto. La clave argumental es que las opiniones de uno pueden incurrir en delito de odio al que ni es como tú, ni piensa como tú. No es necesario que explicites tu odio: basta que el censor pueda deducir ese odio de tus palabras y de tus actitudes. Y parece que todo el mundo está de acuerdo en que ha de haber censura, que bien está lo que está ocurriendo: sin que les importe en exceso quiénes han de ser los censores. Y sin que se duelan lo más mínimo de la escandalosa mengua de nuestra libertad.
¿Tanto cuesta entender que, si hay libertad de creencias, ninguno de los que compiten por imponer sus creencias y aumentar sus adeptos (eso, en política, está muy bien visto), va a coincidir con el otro? ¿Y eso justifica que cualquier discrepancia sea calificada de manifestación de odio? ¿Discrepar del otro es, pues, odiarle? En política, la discrepancia se suele llevar sin el mayor problema hasta el insulto. Eso no es correcto, obviamente, pero igual de obvio es, que no constituye delito.
Pero, ¡ah!, en cuanto llegamos a la religión (a la religión musulmana, me refiero sobre todo), las cosas son muy distintas. El insulto es una indiscutible manifestación de odio; y la discrepancia carga con todas las sospechas. Otra cosa muy distinta es que nos refiramos a la religión católica. El insulto, la burla y el escarnio forman parte básica de la libertad de opinión. Resultaría abusivo y antidemocrático reprimir esas expresiones de libertad de pensamiento.
Fuera del sincretismo religioso que tan amorosamente se cultiva actualmente desde las más altas cúpulas de la Iglesia, es tan evidente que un cura católico ha de discrepar del imán musulmán, como que este último ha de discrepar del cura católico. Pero deducir de ahí que toda manifestación de discrepancia es una manifestación de odio, o más grave aún, una incitación al odio, es un tremendo disparate que sólo se entiende como táctica de censura discriminatoria. En favor de la religión supuestamente más débil. Es como en las leyes de “igualdad de género”: el más débil siempre tiene razón, por lo que ha de ser defendido de oficio por el Estado. Y además, el fuerte (en este caso, la religión supuestamente mayoritaria) parte siempre de la presunción de culpabilidad.
Y sí, claro, nos hemos habituado a vivir en este medio tan tóxico para la libertad. Pero no es eso lo peor, sino que, en un alarde de amor a esa servidumbre, hemos acabado imponiéndonos la autocensura, por no molestar a los dueños de la verdad, por no caer en lo que llaman “políticamente incorrecto”. Y ahí está la Iglesia tragando carros y carretas, como si no le afectase que la insulten e incluso que la persigan. Es la consigna de la inmensa mayoría de los cuadros de mando, que va bastante más allá de poner la otra mejilla.
Así es tan difícil predicar, que al final los sermones se vacían de contenido. Cada vez son más los temas tabú y cada vez es mayor la falta de libertad religiosa. La Iglesia ha pasado por el camino pedregoso de la homosexualidad en su pretensión de ser elevada a la dignidad de sacramento. Para la inmensa mayoría de sacerdotes, lo más prudente era el silencio. ¡Y sigue siéndolo! Ahora, con la “dignidad infinita” parece como que se ha abierto la veda sobre tantos temas controvertidos en los que la Iglesia no sólo ha guardado, sino que incluso ha impuesto silencio. Pero todos saben que eso no pasa de ser un espejismo. Los sacerdotes no se atreven a predicar abiertamente sobre esos temas y prefieren mantenerse en silencio. Cuando no vienen los dardos de fuera, vienen de dentro. Es el fuego amigo, que también mata. Si te libras de la acusación de odiar a los musulmanes, quizá tengas que afrontar la acusación de que odias a los homosexuales.
Virtelius Temerarius