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TRAS LA VIRTUD

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Me ha impresionado la claridad de un artículo de Josep Miró i Ardèvol comentando el libro Tras la Virtud, de Alasdair MacIntyre (1981). El título del artículo de Josep Miró, publicado en Forum Libertas, es: Decadencia, colapsos y caos en la sociedad occidental: la nuestra, la de hoy. La primera en la frente. MacIntyre explica, y comenta Miró, que lo que hoy nos ocurre, tiene su origen en la Ilustración (la honda revolución cultural que precedió a la Revolución francesa). Totalmente obvio; pero no suele decirse. La gran labor de la Ilustración fue entronizar al hombre (en su formato “el Pueblo”, que pasa a ser el soberano) en lugar de Dios; y del rey, claro está, cargándose con ello el principio de autoridad, que quedó disuelto en la maraña representativa y en los miles y miles de leyes y normas tan difíciles de conocer y cumplir, y tan evadibles, que son la negación misma de la autoridad. Y tras la autoridad política y jurídica, la autoridad moral. El “Pueblo” no es ni un ente ni un referente moral; Dios, en cambio, sí lo es. Es el sólido fundamento de toda moral. La primera piedra que arrancó la Ilustración al edificio de la civilización cristiano-occidental, fue la autoridad moral, y con ella la propia moral. A partir de ahí, era inevitable el desmoronamiento de todo el edificio. Y en eso estamos. Hemos tardado tan sólo dos siglos en rematar la demolición del edificio moral de occidente. 
La hija predilecta de la Ilustración, la Revolución francesa, se dio gran prisa para destruir la principal institución que formaba las moléculas con que se construía la sociedad. Y su sacralización, su conversión en máximo valor mediante la Iglesia. Destruir la familia, y su cimiento el matrimonio, fue el quehacer más urgente de la Revolución mediante la nueva autoridad, que era la Constitución emanada del Pueblo. Destruir el matrimonio y la familia para conseguir que los “ciudadanos” quedaran en la condición de individuos, de átomos sueltos que no pudieran agruparse en órganos autónomos como en el Antiguo Régimen, cuando toda fuerza, todo poder y toda virtud emanaban de Dios.
Al eliminar a Dios, el principio estructurador y cohesionador de la sociedad, se pusieron los cimientos de la actual sociedad (es un decir) de individuos sueltos (el último límite de divisibilidad del grupo: el no-divisible, igual que el á-tomo, no cortable). Y siendo el hombre (o si queremos, el ciudadano) el principio de autoridad y el referente de valor y virtud y bondad (ahí está el Emilio de Rousseau), la moral resultante (y aún no hemos tocado fondo) no podía ser más calamitosa y más corrosiva de cualquier proyecto de sociedad.
Es que el hombre no puede sustituir a Dios como vértice de la humanidad (contemplada en todas sus dimensiones: individual, colectiva, moral…). Ni siquiera en el caso de que no se le dé a Dios dimensión real-religiosa, sino únicamente dimensión fenomenológica. Es decir, Dios visto como un fenómeno humano, como algo que ha formado parte de su naturaleza y de su vivencia durante milenios. Pues ni siquiera reduciendo Dios a eso, podemos prescindir de él, porque queda ahí el hombre solo, en toda su desnudez y con todas sus llagas y miserias en carne viva. Ahí es donde estamos.
Como dice Miró, han quedado como piedras angulares de nuestro moderno sistema de valores,el aborto masivo y eugenésico, y el matrimonio homosexual. No les ha bastado la homosexualidad: había que concederle el atributo del matrimonio, para hundir todo lo posible esa institución y desprestigiarla hasta la ignominia. En efecto, esos temas son el eje del debate y de los programas para las próximas elecciones norteamericanas. Los votos se dividirán entre antiabortistas timoratos  -proabortistas moderaditos (Trump)- y abortistas fundamentalistas, que exigen la extensión del derecho del aborto hasta el momento del nacimiento, y tienen intención de extenderlo unas semanas más, hasta que el recién nacido haya superado todas las pruebas de idoneidad: continuidad de la amniocentesis (de compatibilidad con la vida, las llaman). Por nobilísimos motivos eugenésicos, claro está. 
Y para más inri, disfrutamos de la gran novedad del capitalismo, esa agregación de infinidad de capitales individuales formando poderosísimas “sociedades anónimas”: unas sociedades que tienen unas reglas de funcionamiento infinitamente más seguras que las sociedades humanas, a las que han conseguido fagocitar (más bien desgraciar) con el invento ése del capitalismo, que ha conseguido financiarizar toda la economía, relegando a segundo y hasta a tercer término el trabajo del cual se nutre. Para ello, tratan de seguir importando mano de obra a explotar para que los de siempre sigan maximizando beneficios, mientras se depauperan las vidas y derechos de los demás. Lo humanitario es parar esto, no incentivarlo. Dejar de expoliar a los países de origen, perseguir a las mafias e impedir este comercio de personas.
Obviamente, el dinero no tiene moral. Si con la guerra suben las acciones del complejo militar-industrial, pues hay que promover guerras para mantener bien sano el negocio. Que no está, por cierto, en manos de unos pocos malvados; sino que millones de honradísimos ciudadanos compran sus acciones para mantener con el beneficio a sus familias. Y resulta que los fondos de inversión, para no perder valor, de manera que puedan seguir pagando las pensiones, se lanzan ávidos a esas acciones de la muerte. Los pensionistas, por supuesto, no quieren saber de dónde procede el valor de sus pensiones. Sólo les importa cobrar. El dinero no tiene moral; y quienes lo cobran, no preguntan de dónde viene: por si acaso.
Efectivamente, la virtud no forma parte de los intereses y afanes de nuestro tiempo. No, no es éste un tiempo que vaya tras la virtud. Y, sin embargo, no siempre fue así. Cuando nació este concepto en nuestra civilización, la virtud estaba indisolublemente ligada a la libertad. Los romanos tenían clarísimo que sin virtud no había libertad: que, si perdían la cultura de la virtud, caerían inexorablemente esclavos de otros pueblos.
Dada esa premisa, la conclusión es evidente: avanzamos sin remedio hacia la esclavitud. Claro que las formas son muy sofisticadas, pero esclavitud al cabo. Y felices, porque se trata de una “esclavitud democrática” o de “totalitarismo democrático”. La apariencia de libertad es como para sentirnos orgullosos. Y encima crece al infinito esa sensación, por cuanto con esa libertad se nos consienten todos los vicios habidos y por haber. No hay nada más genial para el sistema de dominación, porque es precisamente en la falta de virtud, es decir en el cultivo de todos los vicios, donde mejor se asienta la esclavitud. 
Y claro, cuando dejamos de mirarnos al ombligo (convencidos de que somos el ombligo del mundo) y miramos en nuestro entorno, caemos en la cuenta de que nosotros, los occidentales, los antaño cristianos, somos en realidad el basurero del mundo, la síntesis de todos los vicios: que no son fruto de nuestra debilidad, sino de nuestra soberbia. Nos hemos convencido de que la virtud es una antigualla que no va con el progreso.
Y resulta que encontramos frente a nosotros una cultura, la musulmana, que lucha por la virtud a brazo partido. Y a su lado, la cultura rusa, que defiende con determinación la Iglesia cristiana ortodoxa. Y por si faltase algo, ahí tenemos a China redescubriendo y promocionando el confucianismo. Grandes civilizaciones en nuestro entorno que se emplean a fondo en el cultivo de la virtud; y nosotros, ¡los cristianos occidentales!, empeñados en el cultivo de todos los vicios.
Víctimas de un capitalismo depredador y sin entrañas, hemos dilapidado el grandioso capital moral de que fuimos dotados. Nos hemos quedado en la más lamentable indigencia. Nos hemos entregado al imperio de la concupiscencia, destrozando de la peor manera al gran gestor de la moral y de la virtud, que es la Iglesia (la clerecía en todas las religiones). Todo ello arruinado sin contar con nada que lo sustituya: como si el vicio fuese el heredero natural de la virtud.
Creyó la Ilustración que la Democracia, entronizando la soberanía del Pueblo mediante el sufragio, resolvía el problema de la legitimidad del poder y la autoridad (porque la cuestión nunca fue eliminar el poder de unos sobre otros), que hasta ese momento había residido en Dios: y de ahí, para abajo. Creyó, digo, que la democracia sería una excelente sustitución de Dios: el paradigma de la virtud, no lo olvidemos. Pues resultó que si los representantes de Dios (hombres al cabo) incurrían en abusos e infidelidades, siempre condenados, aunque no siempre evitados, los representantes del poder democrático acabaron por engolfarse en el abuso de poder como habitual y normal modus operandi. No hay más que ver los centenares de miles de leyes y normas (imposibles de cumplir) que emanan de esos poderes. Con lo que el ciudadano está en estado permanente de culpabilidad: perseguible si es pobre, intocable si pertenece a la casta del poder. He ahí la Nueva Libertad de los Hijos de la Ilustración. Resultado: el Occidente otanista lanzado tras todos los vicios, con el resultado de decadencia, colapso y caos. 
Mientras, Putin decretando que todos aquellos que, por compartir los valores tradicionales rusos, quieran residir en Rusia huyendo del occidente corrompido, pueden obtener la residencia sin necesidad de examinarse ni de idioma ni de historia.
Con estos signos, hasta cierto punto evidentes, ¿acabará siendo Moscú la tercera Roma?
Custodio Ballester Bielsa, Pbro.
www.sacerdotesporlavida.info


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