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Los obispos de Bilbao, Vitoria y San Sebastián |
Cuando leí esas declaraciones pensé en el enorme cambio que se ha producido en el episcopado vasco. Unas afirmaciones de este calado habrían sido impensables en los tiempos -nada lejanos- de Setién, Uriarte, Larrea o Larrauri. No sólo por contravenir las directrices de los partidos nacionalistas, sino por desmarcarse expresamente de todo un magma que ha venido impregnando la Iglesia en el País Vasco en los últimos 50 años. Todos recordamos esa Iglesia tan exquisitamente neutral y equidistante que, en demasiadas ocasiones, equiparó a víctimas y a verdugos, cuando no se puso al lado de éstos. Por eso, resulta francamente noticioso que los prelados vascos afirmen ahora que: “A quienes hayan podido percibir indiferencia, frialdad o cualquier actitud que les haya causado sufrimiento por parte de miembros de la Iglesia quisiéramos pedirles humilde y sinceramente perdón con el compromiso de ponernos a su servicio en todo aquello en que pudiéramos acompañar, ayudar y también en la reparación en lo posible del padecimiento causado tanto por comisión como por omisión”.
Más de uno podrá aducir que este cambio radical en las orientaciones de los obispos vascos es fiel ejemplo de una cobardía: ETA ya no mata y no hay nada que temer. Podría ser. Pero es verdaderamente significativo que una posición tan clara y contundente no se ha visto propiciada hasta que las tres diócesis han gozado de nuevos obispos. Tres nuevos obispos de una misma generación: Juan Carlos Elizalde (1960), José Ignacio Munilla (1961) y Mario Iceta (1965). Tres obispos euskaldunes, aunque Elizalde naciera en Navarra, pero que no guardan servidumbre alguna con el mundo nacionalista, tan presente en el episcopado anterior. Unos nombramientos, además, con vistas de futuro, dada la edad de los prelados y las posibilidades de larga permanencia al frente de las diócesis. Es evidente que Roma (¡por fin!) decidió romper de manera radical con la dependencia política anterior, que tantos estragos, de toda índole, provocó en el catolicismo vasco.
A nadie se le puede escapar un cierto paralelismo entre la situación vasca y la catalana. Cierto es que no hemos sufrido el grado de violencia del País Vasco, pero sí hemos padecido la intromisión del nacionalismo en el ámbito eclesial. Y al igual que hace unos años en las provincias vascas, nos hallamos en el momento álgido del delirio independentista. Y ese delirio -como en el País Vasco- también irá amortiguándose, hasta casi desaparecer, momento en el cual dejará de tener la comprensión eclesial. Parece que esté hablando de ciencia ficción o de un imposible, pero más imposible resultaba pensar que iba a cambiar la situación vasca y que sus obispos no sólo iban a condenar enérgicamente a ETA, sino que iban a desmarcarse de las orientaciones nacionalistas.
No hemos sufrido en nuestro episcopado un giro tan radical como el del País Vasco, pero es justo reconocer que, con la lamentable excepción del obispo Novell, nuestros prelados se han comportado con una exquisita neutralidad ante esa huida independentista que se ha venido propagando desde el año 2012. En el País Vasco se ha pasado de la neutralidad y equidistancia a un claro desmarque. Todas las fiebres pasan y la que aqueja a Cataluña también pasará. Aunque ahora nos parezca que eso es imposible y asistimos impasibles a los escraches del separatismo de la CUP, ya sean exitosos, como el que acaba de sufrir el Partido Popular o ridículamente fallidos como el que le intentaron perpetrar a Mn. Custodio Ballester. El ejemplo vasco nos debe mover a la esperanza. ¡No hay mal que cien años dure ni episcopado que permanezca sumiso y tolerante!
Oriolt