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Un pensamiento líquido que liquida toda esperanza

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C:\Users\Cesc\Desktop\780_0008_5455024_4cae8520dcfd26079a8dac528ba0c0ac.jpgConsidero un gran bien y una gran riqueza en mi vida la suerte de haber podido contar con la amistad de un sacerdote, gran educador y apóstol entusiasta, que en un periodo concreto de mi vida me enseñó a juzgar las cosas bajo un prisma muy enriquecedor. Durante los primeros años de su sacerdocio, su obispo le encargó algo aparentemente paradójico: ejercer de consiliario de universitarios de una Acción Católica ya en declive como movimiento, y al mismo tiempo serlo de la pujante Comunión y Liberación.  Tuvo entre sus manos y bajo su responsabilidad la formación de jóvenes que se encuadraban en dos movimientos de Iglesia, uno de los cuales parecía tomar el relevo al otro. 

Su misión dependía no tanto de su éxito en lidiar entre dos estilos de formación espiritual e intelectual aparentemente antagónicos, sino en tratar de sacar lo mejor que en cada persona y en cada movimiento encontraba para, de manera entusiasta, poder obtener lo mejor de cada uno de ellos. Y eso con una característica especial: tratar de aprender en el proceso de trato con ellos. Es decir una actitud humilde y a la vez una mente clara sobre lo que la Iglesia requería de su misión sacerdotal y apostólica.
Resulta más que evidente que ni yo, y por supuesto él mismo, somos capaces de presentar un balance de las metas conseguidas y del éxito en el acompañamiento sacerdotal en ambos ámbitos de su apostolado. Lo que sí resulta paradigmático es que en ambos grupos de jóvenes logró una gran reciedumbre cristiana. Voy encontrando a menudo jóvenes militantes de ambos movimientos que tuvieron la fortuna de gozar de su ejercicio de consiliario; y en todos, sin reserva, voy encontrando un denominador común en su formación cristiana. Algo muy simple y sintético: la solidez ineludible de un presupuesto fundamental que se puede sintetizar en un triple enunciado, de fuerte trascendencia. Una persona madura que se construye como tal viviendo de sus convicciones; unas convicciones tan firmes que le llevan a hacer elecciones; y finalmente unas elecciones tan concienzudas que le llevan a asumir responsabilidades. Todo muy sólido.

C:\Users\Cesc\Desktop\Arzbcn.jpg¿Por qué, diréis, resulta tan importante ese postulado fundamental? La respuesta es sencilla: estamos inmersos en la llamada modernidad liquida. Y de ello no se salva la Iglesia, en la que una buena parte tanto de laicos como de consagrados, se ha visto arrastrada y contagiada del pensamiento dominante en el ámbito social y cultural en el que nos ha tocado vivir. Su marca es la volubilidad y la relatividad. Lo único capaz de salvarnos de esa flojera es una honda reflexión y una firme determinación.
Durante siglos, las estructuras sociales y también la Iglesia se mantuvieron estables; los límites y estándares instaurados por las mismas eran inalterables y en lo esencial, incuestionables. La sociedad occidental estaba compuesta por instituciones rígidas donde se valoraba lo perdurable, la unión, la tradición y la capacidad de comprometerse a largo plazo. Instituciones sociales como el matrimonio y la familia estaban creadas a partir de moldes que no dejaban lugar para la improvisación.Precisamente por la solidez de las instituciones sociales y de la Iglesia y por la naturaleza de los valores que se enaltecían, es por lo que los sociólogos califican a esa época como la modernidad sólida. La modernidad sólida y sus múltiples características parecen muy lejanas a la actualidad, donde lo característico es precisamente lo contrario: lo efímero, lo mutable y lo impredecible.
La vida líquida es aquella en la que el hombre no acepta más un molde preexistente: también en la Iglesia, en su doctrina, en su moral, en su liturgia; sino que crea el propio y que incluso no se limita a aquel que él creó sino que está dispuesto a cambiar de molde la mayor cantidad de veces. La solidez, aparente sinónimo de estancamiento y atentado contra la libertad personal, fue rebasada; y el hombre, también el creyente, se entregó al fluir indiscriminado de la modernidad, al torrente que lo desafía con su cada vez mayor velocidad. Las posibilidades de acción ahora son infinitas, como infinitas las formas que pueden tomar los líquidos.

Al parecer, el ámbito de las relaciones entre los obispos, sus colaboradores los sacerdotes y el laicado, también ha experimentado cambios drásticos, fruto de un olvido de la triple función o servicio que recae principalmente sobre los obispos, pastores del pueblo de Dios. Los obispos poseen una triple función o munus:docendi, sanctificandi y regendi. La misión de enseñar, santificar y regir la porción del Pueblo de Dios a ellos encomendada.

Nuestro dicharachero Arzobispo, don Juan José, comenta a menudo que esta nuestra diócesis más que parecerse a una sencilla iglesia es como una catedral. Complicada en sus partes y quizás de difícil ensamblaje. El diagnóstico a partir del símil me parece válido. Quizás en el tratamiento ya no estemos tan de acuerdo. Una catedral necesita para su mantenimiento y reparación en primer lugar los planos y en segundo lugar, tras el pronóstico de los males, una terapia con objetivos definidos y con métodos y colaboradores aptos para su reconstrucción.

Cae bajo la responsabilidad del arquitecto jefe escoger su equipo creativo, compuesto por arquitectos, ingenieros, aparejadores y obreros necesarios para llevar a cabo el proyecto. No se establecen las metas por democrático consenso. En la Iglesia no se reemplazan las estructuras sólidas de su doctrina, moral y liturgia por nuevas estructuras fundadas en la razón o en las razones y en el equilibrio entre fuerzas dispares o quizás enfrentadas en su base y fundamento. Sólo si estos engranajes son complementarios pueden enriquecer el ensamblaje. Jamás si son antagónicos y contrarios.
C:\Users\Cesc\Desktop\LV_20151108_LV_FOTOS_D_54439665310-ktTB-U301268836805Dj-992x558@LaVanguardia-Web.jpgLas estructuras diocesanas deben tener sus cimientos en una unidad de doctrina, moral y disciplina litúrgica, en una convergencia en sus metas pastorales que no pueden ser reemplazadas ni sustituidas por lo líquido, lo inestable, lo frágil… Y evidentemente no son esas las estructuras actuales. La moral, pluralísima: cada uno se la acomoda según la elasticidad de su conciencia. La doctrina, obviamente va dando tumbos, para acomodar en ella cualquier moral. Y la disciplina litúrgica, un mosaico de indisciplinas, arbitrariedades y creatividad individualista. Así está la diócesis. 

Pero lo gravemente paradójico en el caso que nos ocupa, en la actitud de Mons. Omella, es que desee llevar a cabo este proceso de rehabilitación de la diócesis mediante una fórmula participativa, precisamente cuando en este año y medio de su pontificado ha dado muestras más que suficientes de que él no consulta; ni toma sus decisiones tras un examen profundo o de ponderado diagnóstico de los problemas diocesanos. No escucha, no profundiza en las cuestiones ni en sus soluciones; no va a la médula en los asuntos de importancia, sobre todo tratándose de cuestiones trascendentes del ámbito diocesano. Por lo cual debemos suponer que el proceso no es ni consecuente ni sincero. Puro y triste teatro de entretenimiento. Espectáculo de guiñol y poca cosa más.

Volviendo al inicio del discurso. Sólo si don Juan José discierne y aclara cuáles son las convicciones que mueven su vida y su servicio episcopal; si consecuente con ellas, hace sus elecciones con coherencia; y si asume las responsabilidades que éstas puedan acarrearle; únicamente sobre estos supuestos podrá madurar y construirse como Padre y Pastor de esta archidiócesis. Ese es el reto de su libertad. De otro modo construirá sobre fundamentos líquidos que liquidarán toda esperanza de reforma y reconstrucción de esta porción de la Iglesia a él encomendada que es Barcelona. 

Prudentius de Bárcino

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