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Tres revoluciones que nos están destruyendo (I)

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El argentino P. Pepe di Paola  en la misa de despedida del Hogar de Cristo de Gualeguaychú
Son tres las revoluciones que han marcado nuestra vida y que amenazan con sumergir y barrer a nuestra sociedad: todos los que nacimos en la segunda mitad del siglo XX las hemos visto, las hemos experimentado, hemos absorbido su influencia; sin embargo son muy pocos los que se han dado cuenta del veneno que se les estaba suministrando; muy pocos los que han rechazado con indignación las toxinas que estaban absorbiendo y los que se comprometieron en alertar y movilizar la conciencia crítica de las personas. Son muy pocos los que hoy en día resisten y no se dejan “normalizar” en lo políticamente correcto y más en general, en los estilos de vida que son propios de la “modernidad” avanzada.
Hay que recordar que una revolución tiene la propiedad de cambiar radical e irreversiblemente el cuadro de referencia general, intelectual, espiritual y moral de una entera sociedad, con potentísima capacidad expansiva casi ilimitada. Es muy raro que una revolución no se convierta en mercancía de exportación y no acabe por extenderse más allá de los límites de la sociedad que la ha engendrado. En otras palabras, la revolución cambia el paradigma, y una vez que el paradigma ha sido cambiado, la sociedad pierde no sólo los contenidos del estado de cosas precedentes sino también los criterios de juicio y por tanto la posibilidad de comprender lo que ha sucedido: si comprender, claro está, significa comparar objetivamente, y no dar por descontado que se está viviendo en el mejor de los modos posibles, y que anteriormente a lo moderno innovado, sólo reinaban las tinieblas de la ignorancia y la superstición.
En este sentido, la modernidad no acaba ya de comprender el Medioevo, es decir, le cuesta comprender la época de la civilización cristiana, con sus valores, con sus certezas que forman su paradigma fundamental. Porque la modernidad ha sido una revolución que ha destruido los puentes con la tradición y ha obligado a olvidar el pasado, justamente para evitar que las nuevas generaciones puedan comparar. Las revoluciones tienen que hacer lo imposible para que las nuevas generaciones crezcan sin ni siquiera preguntarse si es justa la actitud presente, tanto en el orden intelectual como en el espiritual y moral. Podemos incluso decir que todas las revoluciones son totalitarias y que la sociedad que emerge tras una revolución es fundamentalmente totalitaria.
1473170465_401957_1473176402_sumario_grandeY no nos dejemos engañar por las apariencias: una sociedad puede ser formalmente democrática y al mismo tiempo en su esencia totalitaria: tener alma totalitaria. De hecho la época que vivimos puede ser calificada como de democracia totalitaria: no olvidemos que lo fue la que aupó a Hitler. Nunca como en esta época los ciudadanos han estado expuestos a una presión tan fuerte para que desaparezca cualquier sentido crítico y cualquier disensión al menos en los fundamentos del vigente sistema. Lo que dejan, eso sí, es una cierta libertad individual en lo que se refiere a las cosas materiales y generalmente sin influencia, como por ejemplo el consumismo que respeta la voluntad de los consumidores para escoger los productos que comprar y adorar; o los “derechos de bragueta” que dice De Prada; lo que vale también para la cultura, siendo ésta reducida a mercancía.
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La cara de la “monaguilla” es más que reveladora
Las tres revoluciones han sido la religiosa, la educativa y la más espectacular, la revolución de la moral y costumbres. Las tres se han entrelazado y mezclado y han sido revoluciones de ámbito global. Aunque en España y por varias razones que no vienen al caso, nacen de manera independiente la una de la otra y acaban confluyendo en un torrente de aluvión a causa de la tendencia generalizadora de la civilización moderna: tanto en el orden económico-financiero y tecnológico, cuanto en el orden psicológico, sociológico y espiritual.
La revolución religiosa culminó (subrayo: no nació, culminó) con el concilio Vaticano II y en medida aún mayor con la reforma litúrgica del 69 y la introducción del Novus Ordo Missae en el 70. Son legión los que aún no se han enterado de su trascendencia. No se han enterado de que sin liturgia (sin formas sagradas de conducta), la vida no se sostiene. La revolución educativa culminó en el 68 estudiantil, que afectó a toda la Europa comunitaria de entonces y al sistema docente de valores. En España tuvo una evolución muy particular, pues la Ley General de Educación de 1970 (llamada de Villar Palasí) comparada a todo lo que vino después, especialmente la ruina de la LOGSE de 1990, tuvo aspectos muy positivos junto a otros que no lo fueron tanto (como la conversión de los maestros en profesores: y no sólo nominalmente); pero los principios educativos de modernización fueron afectando paulatinamente no sólo a la escuela, sino especialmente a la familia y a la vida eclesial. La revolución moral afectó a la sociedad en su conjunto: sea a nivel de instituciones organizadas, especialmente la familia, sea a nivel de masas en las cuales la individualidad personal ha sido fragmentada y disuelta. Una disolución de la que difícilmente retornarán las personas volviendo a ser ellas mismas, es decir, individuos diversos y bien conscientes de sí mismos.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
Párroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet
Licenciado en Derecho Canónico e Historia

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