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Soy radicalmente antimoderno

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Habiendo sido invitado por un grupo de católicos, mayoritariamente políticos, a un encuentro para mirar de promover y organizar en adelante el voto católico, me he visto en la necesidad de poner bien claro y por escrito, qué clase de sacerdote soy (porque en mi calidad de sacerdote me invitan) y qué es lo que no deben esperar de mí.
Me ha parecido oportuno publicar ese escrito en Gérminans, porque supongo que les será útil a mis lectores conocer mis limitaciones.
Ahora que voy esbozando recuerdos y anécdotas de los diversos episodios y etapas de mi vida en un intento de hilvanar mi autobiografía, sinceramente cosa nada fácil, me voy dando aún más cuenta de la complejidad de mi personalidad y por extensión de mi pensamiento y de mis convicciones. Durante el año que pasé visitando semanalmente el Oratorio de San Felipe Neri de Barcelona, barajando la hipótesis de poder entrar en esa comunidad, su prepósito el P. Josep Llunell compartió conmigo un pensamiento pedagógico que quizás ha sido la única herencia que me quedó de aquella experiencia. Y es: que un hombre debe vivir de sus convicciones, que éstas deben llevarle a hacer elecciones y que estas elecciones han de hacerle asumir las consiguientes responsabilidades. Convicciones pues, elecciones y responsabilidad. Las tres patas que deben sostener a la persona y orientar la formación de su carácter.

Resulta pues imposible describir en pocos trazos la complejidad de mi pensamiento que bien podría definirse como de radicalmente anti-moderno en el ataque frontal a la idea de desarrollo y progreso, aunque eso creo que no me lleva nunca a ser reaccionario o nostálgico del pasado. El núcleo de lo que llevo en la cabeza, parte de una reflexión que nace del descubrimiento de que el régimen tecnológico en el que vivimos quiere construir a través de la ciencia un paraíso hecho por mano de hombre que nos aleja cada vez más de la tierra, de la naturaleza y de la humanidad. ¡Y no digamos de Dios! Hemos perdido nuestros sentidos (¡y nuestro sentido!) en medio del desarrollo de una sociedad cada vez más abstracta, dominada por regulaciones técnicas y elecciones ajenas a nosotros, que disminuyen nuestro libre arbitrio hasta extinguirlo.  
Escribo fuera del conformismo tanto eclesial como académico y lejísimos del estruendo falso revolucionario. Defiendo la duda sistemática (soy muy cartesiano, y pues muy gabacho) contra las versiones oficiales y las cómodas verdades que sostienen al poder en una sociedad (también la eclesial) que ha institucionalizado papeles y deseos, transformándolos en necesidades y servicios, y han debilitado a la persona y desintegrado el tejido de comunidad, de amistad y de reciprocidad.
Es imposible que nadie me defina por las etiquetas derecha e izquierda. Me quedan muy estrechos todos los convencionalismos: no me siento cómodo ni representado en ellos. Soy muy irregular y difícilmente me alineo con la Iglesia institucional, que cada vez más percibo como una gran empresa que forma profesionales de la fe para asegurarse la supervivencia de la institución. Quiero permanecer un pensador cristiano. Creo ser uno de los pocos sacerdotes fieles al juramento antimodernista. Mi fe religiosa se ha visto continuamente puesta a prueba por mi vida de arqueólogo de las ideas, convencido de que la sociedad moderna es la máxima responsable de la banalización del cristianismo.
8-8-2011   Fr.Francesc Espinar warmly welcomed the pilgrims to a Monday morning Mass in Fondo (Barcelona's Chinatown) Una mañana de agosto: misa y mesa con americanos en Barcelona
He pretendido siempre sacar a la luz el lado oscuro de nuestra civilización, que es la ideología del desarrollo ilimitado. Este desarrollo tecnológico tiene efectos perversos: especialmente en el sistema educativo, que no educa sino que adiestra en una adhesión acrítica a los fundamentos de la hipermodernidad, a la medicalización de la vida (no quiero que nadie fuera de mí gestione mi salud, mi dolor y mi muerte) y a la destrucción cultural de las minorías. Es que el ataque frontal a la libertad personal paraliza el manantial creativo de las personas.
Políticamente he sido siempre objeto de ataque tanto de la derecha como de la izquierda. Unos me reprochan mi drástico rechazo del liberalismo, individualista e indiferente a los sufrimientos de muchos; los otros me echan en cara el ataque a las instituciones burócratas, escleróticas, auto-referenciales, que  pretenden organizarte la vida y sustituir el libre despliegue de la personalidad de cada cual. Es que el sistema nos prefiere neutros, sin personalidad.
Creo en la convivialidad como ese estar juntos, usando instrumentos de vida no reservados a un cuerpo de especialistas que ostentan el control. Me entiendo como una persona austera en el sentido que encuentro mi alegría en el uso y disfrute de la convivialidad. La austeridad es una virtud que es fundamento de la amistad, que sólo excluye los placeres que degradan u obstaculizan las relaciones personales. Soy un amante de lo “hecho en casa”, de lo familiar, de lo que no puede comprarse, de lo que no tiene precio. Uno de los objetivos de la moderna trinidad (capital, burocracia, ciencia) es eliminar lo casero, lo familiar, lo amical con todos sus códigos. Soy contrario a homogeneizar o a monopolizar los gustos, los deseos y las necesidades de las personas.  
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Hace años que afirmo algo que pocos han comprendido y aún menos aceptado: que existen principios éticos basados en derechos que deben ser inalienables. Entre ellos el derecho a conservar las raíces en el ambiente en  el que se han formado, evolucionado y desarrollado. Pero también lucho por el derecho a la autonomía de la acción lejos de las programaciones de los expertos. He defendido y defenderé siempre el derecho a la palabra: un derecho que no puede ser revocado por el poder que usa de instrumentos acaparados por una élite restringida. Por último, creo que el hombre, abrumado por la obsolescencia programática que produce la devaluación del pasado y niega “el recurso a lo anterior”, para volver a ser él mismo, tiene el derecho de vivir en la tradición.

Y por encima de todo, estoy profundamente convencido de que la única defensa que nos queda contra esa degradación a la que nos arrastra el modernismo, es la fe católica que hemos recibido en herencia. Convencido pues, de que el escenario en que he de librar esa batalla por la libertad y por la autenticidad, tanto para mí como para los fieles que Dios me ha encomendado, es la fe católica.

En la puerta de mi parroquia tengo un cartel hecho por mí, que quizás pocos deben comprender y aún menos apreciar: “La tradición no se hereda, se conquista”. Esas son las ideas, las pasiones y la fe que me han construido. 

Mn. Francesc M. Espinar Comas
Párroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet

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