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Una sociedad sin horizontes (y II)

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Está claro que ni a los curas con ya largo recorrido pastoral nos preparó el seminario para hacer frente a esta extraña sociedad en la que vive inmersa la juventud, totalmente dominada por los “medios”, ni está preparando hoy a los que tendrán que ejercer su apostolado con los nietos de los cada vez más menguados fieles que frecuentan nuestros templos. Y está igual de claro que si no somos capaces primero de entender esta nueva sociedad que se está configurando, y luego de actuar en ella, corremos el riesgo de predicar en el desierto, y además en un idioma ininteligible.

A través del Evangelio y a través de la belleza de la liturgia hemos de enseñar a los jóvenes a afrontar la vida abiertamente, entrenarlos para conquistar, adiestrarlos en el esfuerzo por progresar en el conocimiento y en la construcción de sí mismos, lejos del ungüento emoliente de la hiperprotección familiar y educativa. Hemos de hacerlos fuertes en ideas, ajenos a la discoteca emocional que los rodea. Deben volver a crecer entre tesis debidamente opuestas, respaldadas por principios sólidos, un requisito previo para la toma de decisiones. 

¿Y eso es posible? ¡Claro que es posible! El Evangelio de la Redención fue atractivo en un mundo romanizado a tope, en que la esclavitud (el bienestar extremo de una minoría, a costa del malestar extremo de la gran mayoría) era el camino de dirección única; y ese mismo Evangelio tiene todo el potencial para seguir mostrándose atractivo en un mundo enajenado por la tecnología.
 

Hemos de dotar a los jóvenes de un arsenal intelectual y moral destinado a distanciarlos de Disneyland, donde pasan la edad más importante de la vida. Chicos que se afeitan pero no son hombres, y niñas que, sin los likes ("me gusta") en las redes sociales, lloran por nada. Es necesario restaurar la fuerza de las ideas y la idea de fuerza, la virtus que decían los romanos, entendida como fuerza moral, resistencia a las adversidades inevitables. A los productores de muñecas y títeres fácilmente manipulables por todos los poderes, les basta con el confuso énfasis de las "emociones", que se manejan con todo tipo de miedos; con lo que esos títeres y muñecas se convierten en objetivos fáciles de cualquier propaganda y falsedad.

Ha de ser ya en la catequesis para la primera comunión, reforzando en la de confirmación, cuando una vez reconocido el tremendo déficit educativo y de formación de la personalidad que sufren hoy la niñez y la juventud, abordemos esa educación desde la reciedumbre del Evangelio y pongamos ante ellos la maravillosa oferta de “instaurare omnia in Christo”, de poner a Cristo como eje de todas las cosas.

Afirmémoslo sin eufemismos: la mayoría de los millennials y de los i-Gen son débiles, hipersensibles, maniqueos. No están preparados para enfrentarse a la vida, que es conflicto; ni pueden soportar la democracia, que por sí misma es exaltada, es debate, es contraste. Corren hacia el fracaso al revés. Son generaciones que temen al lenguaje, gente a la que se asusta con las palabras o los significados con que se expresan realidades ignoradas. Es la neocultura de la ultraseguridad, en la que el rebaño, dócil, lanudo, ciego, feliz de seguir al pastor, nunca sale de su modorra, nunca se despierta. 


Es imposible que podamos catequizar a las nuevas generaciones, que les transmitamos a Cristo si ignoramos cuál es su punto de partida. Para ellos no vale la catequesis ordinaria que impartimos a los fieles en los sermones: no la entienden porque están en otra sensibilidad, en otra esfera de comprensión, en otra onda.

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Las almohadillas protectoras colocadas antes de cualquier molestia crean fragilidad existencial. De ahí la ansiedad y depresión adolescente, los jóvenes que transfieren sus emociones e interacciones sociales a las redes sociales, viviendo en la comparación del aspecto físico, el estado social, el síndrome "fomo” (fear of missing out- el miedo a perderse algo) el miedo a perder el contacto con las actividades y experiencias de otros, combinado con el miedo a ser excluido de eventos o contextos sociales. Eso explica en buena parte la dependencia enfermiza y obsesiva de las redes, de las que son ya incapaces de soltarse. Son como peces atrapados en las redes, condenados ya a contentar estómagos hambrientos. El carnaval se sirve con grandes consecuencias: quieres el rebaño, el grupo, la moda. Aquellos que no usan ciertos términos o no participan en ciertos rituales o hábitos, son ridiculizados, intimidados, llamados ovejas negras: unos desviados.
 

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Generación FOMO
Esas son las barreras que tiene a las nuevas generaciones incomunicadas de las anteriores, que hemos aprendido directamente de la vida, del prójimo más cercano, y que nos hemos fortalecido en las dificultades y en los fracasos. Es una barrera invisible pero que ahí está. Y si no somos capaces de salvarla, sufriremos el profundo desaliento de una misión estéril. Si queremos que ellos entiendan a Cristo y a la humanidad que tienen en su entorno a través de nosotros, hemos de ser capaces primero de entenderlos a ellos. Entenderlos y comprenderlos. He ahí la dificultad añadida de nuestro apostolado. 

Los más jóvenes buscan followers (seguidores), no amigos; carecen de verdadera libertad y no sabrían cómo usarla. Los padres y abuelos actúan como supervisores permanentes de niños y adolescentes que no alcanzarán la condición de adultos. La zanahoria es la condescendencia permisiva, pero también el videojuego estúpido o violento, ofrecido a las barquichuelas transportadas por el viento que el mar destruirá. La fragilidad es el primer paso, luego viene la inseguridad, la ansiedad, la irritación. Acabarán convirtiéndose en malos profesionales y ciudadanos nefastos. No es su culpa, pero ya no saben qué es la vocación ni la pasión.

Simplemente mueven sus dedos compulsivamente en la pantalla como sonámbulos sin saber lo que leen o ven. Liberamos a nuestra prole de la más mínima tormenta, sin sospechar lo equivocados que estamos. Si protegemos a los jóvenes de todo tipo de experiencias potencialmente disruptivas, nos aseguraremos de que sean mucho más propensos a no poder luchar con casos de vida cuando salgan de nuestro paraguas protector.

No es por tanto mediante el halago y el premio en los que tanto abundan, como nos los tenemos que ganar para Cristo. Más vale que comprendan que sin el sufrimiento y sin la cruz, es imposible entender a Cristo. Y más vale hacerles entender que si se nos ofrece un Cristo sufriente es porque Él decidió llevar sobre sí los sufrimientos (y los pecados) del hombre. Porque es imposible la vida de verdad sin sufrimiento. Con lo cual, más vale que vayan aprendiendo a desconfiar de los anestesiantes y euforizantes en que los está envolviendo la cultura ambiente.
Sufren un tremendo déficit de autoridad, necesidad externa por lo tanto; déficit de autocontrol, de retención interna, de tensión para mejorar. Viven en una protección amniótica que genera depresión, inseguridad, hasta trastornos mentales y el flagelo de los suicidios juveniles. Están inconscientes, ajenos a las responsabilidades de los demás, incluso de la violencia diaria que viven y a veces practican.

Hemos de hacerles entender que cruzar, superar traumas y experiencias difíciles, fortalece a la persona. No se trata de exponerse a los peligros o descuidar los riesgos, sino que la dinámica de la hiperseguridad, la inculturación del algodón se basa en errores fundamentales en la naturaleza humana. La sabiduría popular sostiene por el contrario que "lo que no mata, alimenta", y “lo que no te rompe, te fortalece”. Sobre todo, atenúa y nos permite separar la esfera emocional de la reacción madura y de la experiencia. Y nos hace más fácil distanciarnos de los hechos y las palabras, una premisa para afrontarlos con equilibrio. He ahí un cimiento indispensable para construir sobre él una buena educación cristiana.

Todo esto no son análisis meramente especulativos. La realidad nos da un escáner sumamente preocupante de estas nuevas formas de estar en la vida. Resulta que los nacidos después de 1982 muestran tasas de suicidio gradualmente más altas según el año de nacimiento. Demasiados cerebros en formación están ocupados sólo por las redes sociales, cuyo ruido carece de profundidad, motivaciones personales auténticas, en las que todos quieren jugar, a pesar del posible riesgo, pidiendo la aprobación de cualquier compañía grotesca. No hay más juegos externos, físicos, vigorosos; hay menos tiempo para salir, socializar, atrapados en la fiebre de interactuar con las pantallas, en la dependencia de lo que otros nos dicen a través del teclado. Todos juzgan todo en un balbuceo superficial empapado de perfidia. No hay discrepancias o ideas propias, pero tiemblan ante la desaprobación o el temido "No me gusta", el pulgar hacia el nuevo Coliseo. Una debilidad estremecedora, una infírmitas que dirían los romanos, necesitada de urgente curación. Tremendo reto que tenemos los pastores de almas.

La transformación de la mente moderna es algo esencial para abandonar la burbuja de la dependencia y el fracaso, abolir las autolesiones y la ansiedad, y protegerse de un mundo licuado donde la armadura es de arcilla. La observación de los más jóvenes, que carecen de filtros culturales y experiencias consolidadas, nos convence de que toda la sociedad occidental vive fuera del tiempo: el final fue ayer, el presente es una especie de suplemento inerte, frío y entrópico. La ruina ha alcanzado ya el sustrato antropológico ante el que se inclinan los ingenieros genéticos y frente al cual los tecnólogos de identidad son poco probables. El nuevo mundo que ofrece la moderna tecnología a quienes entran en la vida, es un paraíso de drogas pornográficas, de personas incomunicadas que arrastran vidas fantasmagóricas en medio de un paisaje de cenizas. Ante este panorama, el cristianismo resplandece como un faro que nos guía hacia un puerto seguro. Una seguridad que viene iluminando a la humanidad desde hace 2000 años. Oferta enormemente seductora para estas nuevas generaciones tan desnortadas. Lo que nos falta a los pastores es capacidad de comunicarnos con ese mundo extraño, y acertar a presentarles nuestra opción en todo su esplendor. A la espera de la primavera.
 

Mn. Francesc M. Espinar Comas
Párroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet

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