Para mantener el distanciamiento social, se excluye cualquier otra forma de agregación alternativa que la propia burbuja. Es bueno repetir: cualquier otra forma de agregación-alternativa.
De hecho, por lo tanto, está prohibido jugar, estar juntos, caminar libremente, levantarse del lugar y estirar las piernas, está prohibido enamorarse si no es manteniendo todo dentro del corazón, o confiando pedazos de ti mismo a la herramienta digital. Sin lugares de reunión, sin fiestas, sin abrazos. ¿Cómo puedes no sufrir? Es imposible. Y para redondear la fechoría, los trenes del silencio, que amplían su radio de acción al metro. Ahí te dicen y te machacan por los altavoces, que está prohibido comer, beber, hablar y en general cualquier actividad que te requiera bajarte la mascarilla. Rizando el rizo.
Hay quienes se hacen fuertes y de alguna manera tratan de reaccionar a una realidad opresiva, aquellos que se encierran en su crisálida y tal vez parecen estar bien con ella, los que lloran. Hay quien sale lastimado. Y hay quienes cediendo a la coacción más descarada, se hacen débiles hasta la náusea. Me contaba una señora con evidentes signos de dificultad respiratoria, que va por todas partes con mascarilla para evitar la multa y para no tener que dar explicaciones a quienes la increparían por no llevarla. La señora está en tratamiento respiratorio y ha de acudir varias veces por semana a las terapias. Pero no se siente con fuerzas para hacer frente a la policía y a la multitud de los llamados policías de balcón. ¡Qué enorme precio pagaremos por este feroz experimento social cuando, una vez que la resaca mediática inducida por los cerebros bien pensantes haya cesado, llegue el tiempo de pagar la factura!
¿Tenemos una vaga percepción de lo que están infligiendo especialmente a nuestros jóvenes? ¿Logramos por un momento pensar en el desastre humano al que estamos asistiendo? Proceder como autómatas, ejecutores implacables de órdenes sin sentido, dispensadores a su vez de órdenes inventadas, en un crescendo de demencia sin fin. ¿Pero realmente no vemos cómo el viento de locura del que nos dejamos llevar deja un rastro de tristeza si no desesperación, y muchas más víctimas que las causadas por el nefasto microbio?
No es más que un nuevo catecismo funcional (abrazado con ímpetu también por muchas parroquias, en sustitución del caducado) para inculcar y cimentar progresivamente en las cabezas de los jóvenes a través de una serie de fórmulas rituales, los nuevos mandamientos dictados en el monte Davos y escritos en las tablas de la ley "humanitaria" que lleva el nombre de la Agenda 2030. Es el manual del buen ciudadano obediente, conforme a la autoridad. Esta es la forma temprana de dar forma a ejércitos modelo de soldados, puntuando a un ritmo totalitario los dogmas del civismo del régimen, y al mismo tiempo alimentando el miedo y la culpa, y de nuevo demonizando y reprimiendo desde la raíz cualquier impulso de insubordinación: la necesidad de pertenecer a un grupo con el que identificarse, ejerce una presión poderosa y casi invencible sobre los jóvenes.
El miedo y la culpa: todo lo que ocurra, tiene culpables muy bien identificados; los que no llevan mascarilla hasta en medio del desierto, los que no se lavan las manos frecuentemente con gel hidroalcohólico, los que no guardan la distancia de seguridad en las colas y en los supermercados, los que se reúnen con personas fuera de su burbuja, los que se atreven a celebrar fiestas y hasta botellones, los abuelos que se atreven a visitar a sus nietos, los hijos que van a visitar y asistir a sus padres ancianos, sea en sus casas, sea en la residencia, los que transgreden los minuciosos ritos de prevención, los que se saltan los confinamientos y los toques de queda. En fin, ahí está la culpa ampliamente repartida, y ahí está el miedo sabiamente administrado.
Y por si no bastaran el miedo y la culpa, ahí está una de las consignas más conspicuas del decálogo: es la famosa "resiliencia", que hasta hace poco era propiedad de los materiales y se usaba para indicar, desde el resilium latino (salto hacia atrás, rebote), la capacidad de un material para absorber un choque sin romperse.
Últimamente el término ha estado de moda en un sentido amañado, que significa la actitud de un individuo, o un sistema, para adaptarse a una condición negativa o traumática. A la gente les encanta, especialmente a psicólogos y sociólogos, presentadores televisivos y otros: porque suena bien y les permite establecer un tono de elevación cultural barato, al tiempo que proporcionan a quienes lo muestran, la prueba incontrovertible de estar a la moda.
Pero sería un error para aquellos que lo descartan y lo minusvaloran como un mero fenómeno del folclore lingüístico, porque en realidad es mucho más: es un instrumento de una maniobra de persuasión colectiva donde, en presencia de cambios radicales en sus vidas, las personas deben ser educadas para adaptarse a ellos sin resistirse e incluso sin tratar de entender lo que realmente sucede.En la práctica, las personas deben estar convencidas de que la virtud radica en saber desarrollar en todas las circunstancias un espíritu indefinido de adaptación, de modo que el esfuerzo se dirija siempre y únicamente hacia sí mismos, con independencia del tipo de cambio, de su génesis y de su bondad o maldad: la opción de combatirlo y superarlo no debe contemplarse, incluso cuando esto implica algo manifiestamente injusto y destructivo. Se está construyendo un dispositivo perfecto para someter a todos los ciudadanos sin excepción, a un ritual cíclico, que es testigo de la participación coral en las liturgias sagradas de la nueva religión terapéutica que, como cualquier religión que se respeta a sí misma, requiere ofrendas.
En resumen: un puñado de mandamases sin arte ni parte, que ni siquiera saben cuál es la ley y blanden sus palabras en vano, en virtud del uniforme que llevan, se permite abofetear a una población formada por niños, jóvenes, familias, trabajadores, a través de la fuerza y la intimidación. La verdadera tragedia es que las víctimas, en su mayor parte, obedecen sacrificando al ídolo de la salud todo bien y toda libertad. ¡Y hasta la salud, mientras no sea la del Covid!
Los rebaños están demostrando una docilidad probablemente profana para su propia manada. El terreno ya está listo para la solución final, hacia la que muchos acudirán, tras el espejismo del regreso a una nueva normalidad cuyas connotaciones se están redefiniendo poco a poco.
Si bien todavía puede ser que algún pobre teledependiente esté convencido de la buena fe de la narrativa oficial difundida a las redes unificadas (los mismos medios que ejercen una fuerte censura contra cualquier voz disonante) ahora es difícil creer en la buena fe de quienes están en posiciones de poder; imposible pensar que estos ignoren cómo cientos de médicos honestos y emprendedores están honrando el antiguo juramento y tratando a las personas en casa con fármacos seguros y a largo plazo, que tienen el único efecto secundario de ser inofensivos y baratos. Es imposible que no sepan que el Covid es derrotado en casa y que se ha convertido en parte de nuestra vida cotidiana, como lo es la gripe estacional que ha desaparecido milagrosamente este año. Es imposible que no vean el daño inconmensurable que el Covid ha causado, números en mano, restando asistencia a los enfermos de otras patologías más graves, sobre todo ancianos, que mueren como moscas por falta de cuidado. Vergonzoso que pretendan no notar la barbarie que los procedimientos de emergencia traen consigo, la soledad sideral de los viejos y los enfermos, el sufrimiento de los jóvenes segregados en la prisión de los sentidos y criminalizados si sueñan con escapar.
Nada tiene sentido en el escenario apocalíptico que hemos estado sufriendo durante un año, como tantas escenas propias de una obscena película de terror. Bastaría con que muchas personas se resistieran al chantaje y obedecieran a la ley, la verdadera, que reconoce y garantiza las libertades fundamentales; una ley que está ahí precisamente para proteger esas libertades de los abusos de los aprendices de tiranos.
Mientras tanto esperamos que llegue el momento en que la verdad, con toda la fuerza de su evidencia, se vuelva contagiosa y suplante otras infecciones. Y entonces todos aquellos que la han pisoteado, protegidos de un sistema criminal que se cree imbatible, serán llamados en fila uno a uno a pagar la factura por todo lo sucedido.
Mn. Francesc M. Espinar Comas
Párroco del Fondo de Santa Coloma de Gramenet