El coronel no tiene quien le escriba es una novela corta publicada por el escritorcolombianoGabriel García Márquez en 1961. Es una de las más célebres de las escritas por el autor; y su protagonista, un viejo coronel que espera la pensión que nunca llega, es considerado como uno de los personajes más entrañables de la literatura hispanoamericana del siglo XX.
Como un calidoscópico remake de esta novelita
corta, se nos antojan las 29 farragosas páginas del Protocolo Marco para la Prevención y Actuación en caso de abusos a
menores y equiparables legalmente y Manual de Buenas Prácticas, para la
diócesis de San Feliu. Está claro que monseñor Cortés, don Agustín, no tiene
quien le escriba, y llena sus horas de soledad creando ese larguísimo documento
con el que pretende contribuir a la salvación de la Iglesia, empezando por su
propia diócesis: de la que correrán todos a copiar la fórmula. Quizás de ese
modo consiga don Agustín que alguien le escriba.
Eso se inscribe en el marco de la persecución
de los abusos del clero. ¿De los pasados? No, que al papa Francisco el mundo se
los ha perdonado ya. Al papa Francisco, el mundo se lo perdona absolutamente
todo, especialmente si sus actuaciones están en sintonía con el mundo. Y ya se
sabe, la pederastia va camino de la canonización por parte de las Naciones
Unidas, que inspiran y coaccionan las legislaciones de todo el mundo. Ahora a
la pederastia se la llama derechos sexuales de los niños. Nuestra facunda Irene
Montero nos lo recuerda en el santuario de la ley de España. En fin, es la
justicia del futuro. La justicia humana, se entiende.
Desde el marco civil y canónico del abuso,
pasando un pormenorizado sistema de prevención (selección de personal, oficina
de atención a las víctimas, formación continua para la protección de los
menores) y el consabido Código de las Buenas Prácticas (muestras de afecto
inapropiadas, respeto a la integridad física del menor), el Protocolomarco
resume un buen paquete de normas prudenciales para que no se den situaciones en
las que se pueda insinuar algún gesto o actitud inadecuada hacia un menor:
puertas con vidrios, evitar quedar solos con los niños; y en las salidas,
dormitorios divididos por sexos…
El punto 13 reza así: “Será motivo inmediato de cese en la actividad pastoral y educativa
cualquier relación sentimental, consentida o no, de un adulto con un menor de
edad (niños, preadolescentes y/o adolescentes). Perfecto, D. Agustín.
Dígaselo ahora a Irene Montero, ya que ustedes no se lo dijeron entonces.
El capítulo sobre la detección del abuso sexual, al nivel del más sesudo informe forense,
es exhaustivo: indicadores físicos y sexuales, revelación del abuso y actuación
posterior, el proceso canónico donde dice que se ha de garantizar la presunción de inocencia, protegiendo la
reputación del investigado (no dice cómo, al contrario que todo el
procedimiento de investigación, prolijo en extremo). Y sigue: Excepto que existan serias razones para lo
contrario (hay casos en los que para no dificultar el procedimiento en
demasía, el acusado debe ignorar las acusaciones,¡bendito Derecho Canónico!)
el investigado ha de ser informado con prontitud de los cargos para poder
defenderse, teniendo en cuenta el canon 1728/2: “El acusado no tiene obligación
de confesar el delito, ni puede pedírsele juramento” (No habrá tortura…
menos mal).
El capítulo de la justicia restaurativa es de lo más “irénico”: compensar el daño que
ha recibido la víctima, reducir la condena del agresor a través de la
reconciliación para buscar la armonía y el perdón, apoyar a las víctimas,
reparar las relaciones destruidas por el delito y el pecado, denunciar el
comportamiento criminal como inaceptable y reafirmar los valores de la Iglesia
(no hay más que ver cómo lo hacen los obispos, con cuanta firmeza, sobre todo durante
la semana del Orgullo gay). Los prelados
han aprendido a vivir serenos y sosegados ante ese esperpento.
Sin embargo, el documento estrella no es el Protocolo marco, sino su conclusión: La Declaración responsable de rechazo al abuso sexual
a menores y adhesión a la prevención y actuación ante la diócesis de San Feliu
de Llobregat. En ella cada sacerdote, laico o diácono afirmará conocer los
protocolos diocesanos sobre los abusos, consentirá en obtener el Certificado negativo del Registro Central de delincuentes sexuales (válido sólo hasta la
fecha en que se emite), asumiendo
exclusivamente la responsabilidad en caso de cometer uno de estos repugnantes
delitos. Es decir, se pondrá la tirita antes de la herida, declarando
meridianamente que acepta sin más la presunción de culpabilidad, en razón de su
función eclesiástica. Porque evidentemente todos podemos ser un día culpables:
en especial si estamos encuadrados en el servicio de la Iglesia.
Vamos, que D. Agustín se ha lucido. Ha
querido ir más allá que todos los protocolos de la Conferencia Episcopal. Ha puesto
su huevo, tal vez el único de su caduco pontificado. Ha querido rubricar una
gestión de gobierno en manos siempre de la clerical progresía, que no se ha
cansado de hacerle continuamente la cama, esperando que a lo mejor así alguien
le escriba. Tal vez, el poeta inglés T. S. Elliot podría recordarle a D.
Agustín Cortés el mismo inquietante cántico que escribió hace ya ochenta años en
Los Coros de la Piedra:
“¿Por
qué habrían los hombres de amar a la Iglesia?
¿Por qué habrían de
amar sus leyes?
Ella les habla de
Vida y de Muerte, y de todo lo que ellos querrían olvidar.
Ella es tierna cuando
ellos quieren ser duros, y dura cuando a ellos les gusta ser blandos.
Ella les habla de Mal
y Pecado, y otros hechos desagradables.
Ellos tratan
constantemente de escapar
de las tinieblas de
fuera y de dentro
a fuerza de soñar
sistemas tan perfectos
que nadie necesitará
ser bueno”.
Váyase en paz, D. Agustín. No es con protocolos como se evitan los pecados y las perversiones, sino con la gracia de Cristo y con la conversión personal. Con el anuncio valiente del Evangelio y la moral consecuente. Eso que hace tiempo que ustedes, los obispos, han dejado de hacer para evitar roces con el poder “legítimamente constituido”. Los sistemas, D. Agustín, siempre acaban siendo nidos de corrupción y encubrimiento. Es la historia de la humanidad irredenta. Porque hecha la ley, hecha la trampa. Y si no, ¡al tiempo!
Gerásimo
Fillat