Puccini es uno de los más grandes compositores de ópera. Compuso entre otras obras Tosca, La Bohème, Madame Butterfly. Enfermo de cáncer, decidió dedicar sus últimos años a escribir su última ópera: Turandot. Sus amigos y alumnos le decían: Estás enfermo, tómatelo con calma y cuídate. Él les decía, voy a trabajar todo lo que pueda hasta completar mi obra maestra, y si no la termino, a vosotros os dejo el encargo de completarla.
Puccini murió sin completar su
obra. Sus alumnos tenían dos opciones: a) llorar la muerte de su maestro y
olvidar su obra y b) terminar la obra del maestro. Los alumnos optaron por
ponerse a trabajar y completar la obra de su maestro. Y en 1926 bajo la
dirección de Toscanini se estrenó la ópera. Cuando llegó al final de la Ópera
escrita por Puccini la orquesta dejó de tocar y el director dijo: “Aquí termina
la obra del maestro”. Y sus ojos se llenaron de lágrimas. Luego levantó la
cabeza, sonrió y dijo: “Y aquí comienza el trabajo de sus discípulos”.
Jesús es nuestro maestro. Él
comenzó a predicar la gran ópera del amor de Dios. Cristo vino a demostrar que el amor no es un gran
sentimiento sino una decisión, una elección que no necesita la respuesta de la
persona amada. “Cristo murió por nosotros cuando éramos pecadores”.
No esperó a nuestra conversión,
a nuestra respuesta, a cambiarnos el corazón. Empezó a amarnos desde siempre.
Me decía un joven que se
levantó a las cuatro de la mañana para contemplar la salida del sol con su
novia y ésta lo rechazó. El sol salió pero estos jóvenes no se entendieron. El
sol sale todos los días aunque no nos levantemos a ver la maravilla de ver
nacer el día.
El amor de Jesucristo es igual.
Siempre está ahí haciendo nuevo el día pero nosotros somos novios despechados
que no le hacemos caso porque las cosas no nos van bien, porque los hombres son
malos, porque los curas son pecadores. Que estas cosas no nos oculten la
realidad, la verdad del amor de Jesucristo. Desde siempre y para siempre Él
está ahí esperándonos.
El evangelio de Mateo nos da la
lista de los doce hombres que Jesús llamó para continuar esta obra de amor. Doce
hombres incultos, débiles, pecadores. Pedro, el primero de la lista, el que le
niega, el que se duerme. Juan y Santiago, los pretenciosos, los que quieren ser
importantes. Tomás, el que duda. Mateo, el cobrador de impuestos, el que engaña
a la gente y cobra de más. Judas, el que lo entrega con un beso. Una docena de
hombres duros de corazón y más bien cobardes.
Con estos hombres nació la Iglesia.
No se dedicaron a llorar la obra del Maestro. Guiados por el Espíritu Santo
decidieron continuar la obra comenzada por Jesús.
Aquí estamos nosotros, hoy, un
grupo de hombres y mujeres, una comunidad guiada por el Espíritu; no somos ni
mejores ni peores que aquellos doce hombres. Y queremos añadir nuestros nombres
a la lista de millones de creyentes decididos a continuar la ópera del Maestro.
“Sentir compasión, amor por los
hermanos que no tienen pastor”. Poner manos a esta obra siempre inacabada.
Nosotros, como los
discípulos de Puccini, tenemos una doble elección.
a.
Llorar la muerte de Jesús,
llorar nuestra falta de fe, dejar que la cosecha se pierda, dejar que cada uno
siga su camino sin dirección.
b.
Completar la obra de amor de
Cristo.
Cada domingo decimos: aquí
termina la obra del maestro, esta es la Palabra del Señor, esta Eucaristía es
el regalo de Jesús…
Termina la celebración y
salimos a la calle y continúa nuestro día. Pero tenemos que ser testigos en la
vida de cada día, en las calles de todos los días. Ayer fueron doce, hoy somos
nosotros los que queremos completar esta sinfonía.
Jesús nos necesita a todos.
Todos debiéramos sumar nuestro nombre a la lista de los doce. El Señor nos
envía a muchos sitios. Nunca iremos solos. Gratis hemos recibido la salvación,
el amor y el perdón, gratis debemos llevarlo a la vida y compartirlo con algún
hermano.
El miedo encarcela, la fe
libera; el miedo paraliza, la fe vigoriza; el miedo acobarda, la fe se atreve;
el miedo enferma, la fe sana; el miedo inutiliza, la fe sirve; y además el
miedo siembra la desesperanza en el corazón de la vida mientras que la fe se
regocija en su Dios.