Reflexión a modo de notas hacia dónde nos orienta la liturgia dominical
FANTÁSTICO, INCREIBLE: ¡UN CUERPAZO DE ESCÁNDALO!
En el colegio aprendíamos de memoria los sonetos de Lope de Vega y las poesías de fray Luis de León, el “A Buen Juez Mejor Testigo” de Zorrilla y las “Rimas” de Becquer. Es decir, se repetían continuamente antiguas palabras, sueños desvanecidos, conceptos usados. Los profesores de Sagrada Escritura en el Seminario nos invitaban a una actualización de la memoria a través de la Palabra de Dios, a huir de una repetición del pasado. ¿Con qué fin? Que la memoria bíblica se convirtiese en memorial, es decir que el pasado no fuese un recitado sin sentido sino que fuese como si lo viviéramos por vez primera. En una palabra, tú eres protagonista en directo de un Cristo que busca refugio en tu pecho, que se insinúa en tus pensamientos, que te despierta de tus somnolencias. ¡La Eucaristía! La emoción de un Dios que se te acerca a ti tal como eres: pecador y esclavo, pasota, cobarde y podrido. Sucio, espléndido e irreverente. Asombrado, escandalizado o indolente. No importa: Cristo entra. A veces siento el temblor de mis manos en el acto de la consagración: el gesto máximo del sacerdote. Sientes sobre los hombros encorvados el peso de lo divino, la ternura de tu debilidad de hombre, el poder de un misterio difícil de alcanzar. Que te secuestra liberándote. En tus manos sucias, el Corpus Christi. A veces me pierdo en los ojos de quien se acerca a comulgar: el asombro y la rutina, la emoción y la espera. El aburrimiento, la melancolía y la desgana. “Yo soy el pan que ha bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá para siempre”.
Los famosos Padres del desierto nos legaron una serie de dichos y de apologías espirituales muy sugerentes. En una de éstas se recuerda el gesto extravagante de uno de ellos en relación a un discípulo que le preguntaba cuán intensa tenía que ser la unión con Dios. El maestro lo hizo bajar al Nilo y le cogió la cabeza hundiéndola en el agua al punto del sofoco. Cuando desesperado el discípulo consiguió levantar la cabeza sacándola a flote escuchó una pregunta: ¿Qué es lo que más has deseado en estos terribles instantes? “El aire” -respondió naturalmente el discípulo. “Pues bien -concluyó el maestro-, has de desear la comunión con Dios con la misma intensidad con la que necesitas el aire que respiras”.
La Eucaristía. La celebro al alba, apenas los sueños ceden su puesto a los primeros pasos. A mediodía, cuando el sol en el cénit se muestra majestuosa lumbrera de fuerza y acontecer. Al atardecer, cuando el alma se serena ante el remanso de las aguas de la febril jornada. Es una exigencia, una pasión, una emoción. Saludamos juntos a la aurora. Acompañamos la carrera del sol. Le damos las buenas noches al unísono. Yo y Él, Él y yo: El gigante y el niño. La perfección y el pecado. El orgullo y la misericordia. Arrodillado, con las manos extendidas a punto de consagrar, con los pies temblorosos advierto de nuevo el aroma del pan entrar en la piel. El sabor del riesgo. La aventura de la libertad. Cuando salgo, me parece que vuelo. O corro. O camino...
¡Qué deseo loco de incendiar el mundo y abrasarlo! ¡Dentro de aquel cuerpazo de escándalo!
Fr. Tomás M. Sanguinetti