Lo más normal es que nuestro cardenal Omella esté deseando que se le agoten los plazos en su archidiócesis de Barcelona y en la Conferencia Episcopal, y el papa le jubile con honores en el Vaticano. Se le están juntando demasiadas cosas. Si creía que jubilando a Salvador Biarnés con una razonable indemnización había resuelto el grave problema de su accesibilidad a los documentos que prudentemente guardaba monseñor González Agápito (aunque para desgracia del cardenal, no en una caja fuerte), andaba bien errado. Si creía Omella que con esto resolvía el problema de ocultación, que ésa es la naturaleza del problema: ocultación activa y diligente por parte del arzobispado, del peor de los escándalos de abusos sexuales que se han producido en España; si creía que ese marrón que viene de decenios y cada arzobispo le deja en herencia al siguiente; si creía que lo de la Casa de Santiago quedaba definitivamente enterrado, pues resulta que no, que ahí sigue el problema sangrando por todas sus heridas. Problema de Omella, claro está, que ha aportado lo suyo a la ocultación heredada.
Y es especialmente grave este tema, porque aquí, con toda
evidencia, no se trata de los abusos (tienen la pinta de ser los más
escandalosos) de unos clérigos de la archidiócesis de Barcelona, hace casi 40
años, que fueron denunciados por los padres de las víctimas. Tal fue el
desquiciamiento que esos abusos les produjeron, que una de ellas se suicidó. Y
también esto se ocultó. No, no es ése el escándalo, sino la pertinacia de los
máximos responsables de la diócesis (los arzobispos-cardenales) en ocultar esos
hechos, en echar tierra sobre las denuncias, en amordazar a los denunciantes. Desde
entonces hasta hoy.
Tan bien funcionó la ocultación, que el sacerdote en cuya
parroquia y bajo cuya responsabilidad se perpetraron esa avalancha de abusos
continuados y en masa durante algunos años, ese párroco fue promocionado al
episcopado y se le confió el cuidado pastoral de la diócesis de Gerona. Un
pastor tan negligente, que tuvo en su redil un par de lobos que hicieron
tremendos estragos en su rebaño. Es obvio que si esto se hubiese sabido más
allá de la silenciosa curia, si hubiese habido público conocimiento de esos
escándalos, jamás hubiese sido promovido al episcopado el máximo responsable de
esa casa de los horrores, sobre la que se construyó la Casa de Santiago.
Pero eso fue posible únicamente porque la ocultación
funcionó sin fisuras. Y lo que está bien claro, es que los males derivados de
esa ocultación fueron terribles. Mucho más terribles que los males que
inicialmente se ocultaron, que fueron también infernales. Gracias a que los
responsables del arzobispado hicieron todo lo posible por sacarse el problema
de encima y exportarlo a otras diócesis, para lo cual eran imprescindibles la
ocultación y la falsificación si era el caso, gracias a eso quedó multiplicado
el mal de los abusos en la Iglesia hasta unos límites horribles. No fue poco el
mal que hicieron esos diáconos en la archidiócesis de Barcelona. Pero como eso
se ocultó, el obispado los “licenció” para que pudieran multiplicar sus maldades
en otras diócesis. ¡Menudo estilo!, ¿no? Y esto, ¿quién lo paga?
¿Y quiénes fueron los responsables de ese daño que produjo
la ocultación? Pues lo fueron, sin ningún género de dudas, los arzobispos que
se fueron sucediendo y traspasándose el problema del uno al otro, hasta llegar
al actual arzobispo cardenal, que ha tenido y sigue teniendo el problema en sus
manos. Y que, ¡oh milagro!, lo trasladó al Vaticano, en apariencia con gran
limpieza y transparencia; pero no fue ése el resultado. Lo hizo o se lo
hicieron sus subordinados de tal manera que en el viaje, el problema había
adelgazado escandalosamente. Un expediente que en su trayecto de Barcelona a
Roma sufrió una mengua de escándalo. De los miles de páginas que tenía el
expediente, llegaron algo así como un par de decenas de folios. Sería por
simplificarle el trabajo al Vaticano y por no andar por ahí con tanto peso,
¿no?
Y obviamente Roma, ante aquella cosa tan menguada, juzgó
que no había para tanto. Hasta ahí llegó la ocultación episcopal-cardenalicia.
Siendo Omella el responsable (no digo autor, sino responsable) de esta última y
definitiva ocultación tan grotesca, algo tendría que decir y hacer respecto a
un expediente que ya había desaparecido anteriormente. En el obispado, claro.
La historia es terrorífica. Si el arzobispado de Barcelona
no hubiese ocultado los abusos de ese par de diáconos depredadores sexuales,
dándoles salida para que en otras diócesis les ordenasen de sacerdotes y les
confiaran ilimitadas oportunidades de seguir con sus depravaciones, si eso no
hubiera ocurrido, la Iglesia no cargaría con esas culpas; aunque lo más
probable es que reducidos al estado laical no hubiesen podido dedicarse a esas
prácticas que tanto les facilitó su condición de sacerdotes responsables de
niños y adolescentes en las respectivas parroquias y misiones. Con daño
terrible no sólo para las víctimas de esos abusos, sino también para el resto
de sacerdotes, que cargaban con la sospecha de que podrían ser como aquellos
depredadores sexuales; y para la Iglesia, que como institución, resultaba
cómplice, encubridora, y alimentadora de ese mal.
La verdad es que si la Iglesia estuviese realmente
interesada (y no sólo de palabra) en depurar responsabilidades y poner freno a
los abusos, en vez de encargar ese macro-estudio al gabinete Cremades-Calvo
Sotelo, que el Defensor del Pueblo ya le ha hecho gratis; hubiese encargado en
vez de eso, un estudio exhaustivo y una investigación completa sobre la Casa de
Santiago y su aportación a la pederastia en el clero. Y ya de paso, determinar
las conexiones no sólo ideológicas, sino también personales, con el Seminari
del Poble de Déu. Demasiado, demasiado para una sola diócesis, que resulta ser
hoy la del cardenal Omella.
Es que, lo que realmente fue demasiado, fue la
extraordinaria máquina de ocultación en que se convirtió el obispado. Podía
ocurrir lo que fuese en todos los órdenes (litúrgico, pastoral, político, de
abusos), que no trascendía nada. Ni a los medios, ¡claro! La norma era el
silencio, el mirar para otra parte. Y si surgía el escándalo, taparlo con gran
celo, con lo cual se mantenía una apariencia de normalidad que les permitía un
buen pasar a los responsables. Sin darse cuenta de que el silencio y la
ocultación no hacían más que alimentar a la bestia, hacer crecer los problemas.
Pero como oficialmente no existían, todos felices. Y tanto, tanto crecieron a
fuerza de no existir, que al final estallaron con una violencia que jamás se hubiese
dado si los ocultadores (¡siempre los obispos!) hubiesen ejercido en su
momento, de perseguidores y vigilantes, como era su oficio.
No nos engañemos, la Iglesia se enfrenta a un drama cuyos
máximos responsables no son los delincuentes, sino la impunidad que tan
egoístamente les regalaron sus obispos, consiguiendo con ello que, en un
ambiente de absoluta normalidad, el mal creciese y se multiplicase. Pero nadie
les ha pedido cuentas aún, ni se espera que se las pidan. Por lo visto, los
males que sufre la Iglesia son totalmente ajenos a su responsabilidad, la de
los obispos, la de los cuadros de mando, que no paran de crecer mientras la
Iglesia mengua. El estamento de poder de la Iglesia que más espectacularmente
ha crecido, ha sido el colegio cardenalicio.
Y resulta que, tal como vemos en el ejemplo de la Casa de
Santiago, ellos son responsables del crecimiento del mal en tan enormes
proporciones. Al no arrancar las malas hierbas cuando empezaban a brotar,
dejaron que invadieran todo el campo, toda la viña del Señor. Y sin embargo, tan
dados como son a poner voz lastimosa y pedir perdón por esos abusos, aún no
hemos escuchado la voz de ningún obispo ni de ningún cardenal, pidiendo perdón
por no haber cumplido con su responsabilidad, dejando impunes los abusos y
propiciando su multiplicación; o como dicen en medicina, su metástasis,
corrompiendo todos los órganos de la Iglesia. Nadie ha pedido perdón todavía.
Es que, si no reconocen su pecado y su responsabilidad, ¿cómo van a pedir
perdón?
Pues sí, parece que le crecen los enanos a Omella. Tras
las constantes meteduras de pata (la primera de la serie, fue la del Espíritu
Santo), de las que él nunca es responsable, ahora le salta a la cara el
escándalo de ocultación recalcitrante de la curia episcopal de Barcelona,
respecto a los más escandalosos abusos sexuales que han tenido lugar en toda
España (y quizás en toda Europa). En ninguna otra diócesis han sido superados.
Y aunque sólo sea formalmente, Omella es hoy el responsable de que las cosas
sigan así, pero sabiamente empeoradas. Demasiado para un pobre cura de pueblo.
Virtelius Temerarius